Esa representación de la mujer es la que define la percepción masculina de la mujer como género, es decir, como ser en el mundo
Las mujeres habitan en las mentes y en los cuerpos de los hombres como un hálito que se impregna en los ojos, las manos, los oídos, la piel. Llegan a constituir parte de lo que estamos hechos, pero no siempre de la mejor manera. Desde pequeño aprendí a través de los amigos y de la gente mayor que las mujeres eran unos seres extraños a los que había que pedirle una olla de agua, que eran parte del paisaje costumbrista mientras barrían y regaban la calle, que poseían fuerzas extrañas que podían dominar malamente a los hombres y a otras mujeres, que escondían un sudoroso cuerpo lleno de senos y vellos tras las capas de enaguas y blusas, que formaban parte de un mundo que no era éste.
Yo no vivía con mujeres, vivía con representaciones mentales de las mujeres, ánimas que rondaban en la casa, en la escuela, en la calle, en las tiendas. Su mundo era una nube llena de misterios que arrastraban con cadenas mi imaginación infantil y encuerada. Unas mujeres eran asexuadas y orondas, cargaban y entregaban sus pezones con leche a pequeños gordos y chillones hijos; las más pequeñas no distraían mi atención sobre la pelota de futbol y pasaban transparentes, eran las niñas que no existían mientras no estorbaran los agresivos juegos de los varones y se antojaban bobas, cargando una muñeca patética y desgreñada que más se asemejaba a un niño muerto y frío que a un bebé de verdad. Las madres profesoras que vivían en el colegio eran robustas y mandonas, tragonas y pegalonas, mustias y algunas creo que eran zombis que seguían la vida como una regla de tres; eran fuente de cariño y de madrazos y tenían la esquizofrenia de portarse con la maldad propia del dolor de gallito en la patilla y con la dulzura de una concha de chocolate que se jambaban todas las noches.
Las mujeres jóvenes y adultas despedían el mayor misterio de la vida. No cabían en el estereotipo cajonero de una infante con chupete, ni eran madres con un molote de bebé entre sus brazos, tampoco eran las ancianas que miraban dulcemente con ojos cristalinos y párpados caídos. Eran seres fantasmagóricos, así como las vampiresas o las venusinas que luchaban contra El Santo Enmascarado de Plata. Recuerdo bien que Superman, El Santo y Blue Demon preferían mejor evitar alguna relación sistemática con ellas, el primero salía volando sin esperar o dar un beso y ni siquiera giraba su cabeza para una última mirada; los luchadores simplemente desaparecían y eludían la tensión que esas bellezas que provocaban debajo de la trusa y la obnubilación de la conciencia. Creo que hacían bien: daban miedo. En todas las películas las mujeres siempre cometían errores que ponían en peligro a la justicia y a la integridad de nuestros héroes, entrampaban las situaciones, estorbaban el flujo de los sucesos exitosos, seducían mucho y no ayudaban en nada. Su simple aparición en la pantalla era un aviso de que la trama se iba a complicar y que algo iba a salir mal. ¡Ay cómo sufría yo!
Esa representación de la mujer es la que define la percepción masculina de la mujer como género, es decir, como ser en el mundo, en nuestro mundo físico y sobre todo, en las lentillas que filtran las relaciones de los sexos desde temprana edad. A la luz de la visión masculina, la figura de la mujer sexuada emergía de manera sospechosa, irrumpía en el crecimiento infantil más ligado a los balones y ajeno a esas miradas brujas que tenían las mujeres jóvenes. Su cuerpo, aunque conocido por las fotografías de desnudos estéticos y bobalicones que brincaban de mano en mano a la hora del recreo o por las miradas furtivas que alcanzaban a acariciar los senos desnudos de alguna bañista descuidada, siempre despertaban la atracción y la sospecha de aquello olvidado por las palabras y privado para los ojos. El sexo era un lugar obscuro, húmedo y feo, seguramente maloliente y perverso, tal vez tendría afilados dientes que atraparían dolorosamente a un ingenuo pene; entonces la penetración se convertía en un acto ordenado por natura, obligado para garantizar la continuidad de la especie, pero inevitable y doloroso. ¡Ay!, cuánta crueldad en una mujer que seduce con sus cabellos y devora nuestras carnes; los adultos y los muchachos mayores estaban muy ocupados en sus cosas y no acudirían cuando uno necesitara ser salvado de una mujer en celo. ¿Era por eso que las mujeres sonreían coquetas y seducían con su pelo suave, su piel de durazno, sus labios hinchados de besos guardados y sus mejillas encendidas? ¿Era su arma para destruir el mundo de los varones, para quitarnos nuestros juegos de balón, para corroer la amistad pendenciera con los cuates y para tragarnos con sus fauces vaginales? ¿Por qué los hombres no necesitábamos de la seducción para establecer las relaciones de amistad y juegos? Porque sólo la seducción de la mujer se podría explicar con la maldad de sus consecuencias, nada era gratis.
Nadie nos decía, pero podíamos adivinar que la maldad de las mujeres seguramente era la consecuencia de que fueran sometidas por la fuerza de una economía capitalista de machos, por los golpes que los maridos propinaban a las esposas, por las tratantes de blancas del Bajío, por el lenguaje y los chistes misóginos, por la estética de los negocios lucrativos. Sin Freud, sin Reich, sin Beauvoir ni Focault, nosotros los niños de Aguascalientes crecimos entre mujeres malas.