En días pasados vi un mercado en la plaza principal de la ciudad. La imagen me pareció desagradable y poca afortunada. Me llevó algunas horas saber porqué. Ahora pienso que tal vez mi incomodidad se debió a que en el fondo estaba ante la pérdida de jerarquía de un espacio público con enorme trascendencia. La plaza principal es el centro neurálgico de la ciudad y me pareció que tal lugar debe ser tratado en atención a esa calidad urbana.
Usar la plaza cívica más importante de la ciudad para convertirla en un mercado, sin medir la historia, el valor republicano que simboliza la bandera, así como la presencia cercana de los palacios gubernamentales y la catedral de la religión que tiene más adeptos en la ciudad, me parece incoherente.
Nuestra plaza cívica debería ser para mostrar ideas y testimonios de las principales civilizaciones del mundo, o bien para dar a conocer lo más universal de nuestra propia cultura local.
Me parece que la plaza principal de nuestra ciudad debería ser un lugar de encuentro de todas las clases sociales, de todos los géneros y las ideologías. Un lugar por excelencia de libertad y tolerancia. El centro de intercambio de opiniones diversas y, en suma, el lugar más sagrado de nuestra historia.
Por si acaso, debo afirmar que no estoy en contra de estimular la vida del Centro Histórico; simplemente, creo que hay otras formas de hacerlo. Tampoco estoy en contra del legítimo derecho de estimular la economía de los comerciantes. Ni mucho menos en contra de las tradiciones. Simplemente creo que existen muy cerca de ahí otros sitios para hacer lo mismo.
La plaza es un lugar para transitar libremente. Para eso está diseñada. Es un punto de reunión para el encuentro y la deliberación. Es el ágora. Por eso creo que, en la medida de lo posible, debe estar lista para la concurrencia más amplia y el trato más noble. Se puede hacer todo, o casi, pero sabiendo que no es un lote baldío, sino el sitio más importante de la ciudad que hemos heredado.




