Regresé a casa de otra de mis andanzas y me encontré frente al periódico. Leerlo me despertó una gama de sentimientos que iban del disgusto al insulto. Se discutía pedantemente sobre temas que deberían ser tomados –al menos eso pensaba yo– con profundidad y respeto: se hablaba de creaturas como productos, se mencionaba la palabra retrógrada cuando no se compartía una opinión. Hablar de dios tendría que hacerse con la humildad de quien se sabe anticuado. Me di cuenta que se usaba la expresión “avances democráticos en materia de igualdad social” cuando se hablaba de algunos derechos al impedimento de la vida.
Recordé algunas visitas de trabajo a una comunidad del municipio de El Llano, en Aguascalientes, donde me percaté de la ramificación del culto a la muerte, gente entregando su voluntad a la “Santísima Muerte” a cambio de dinero, suerte o amor. En una de las entradas a la ciudad existe también un monumento a la muerte. Tenemos un museo dedicado a la muerte, un festival para los difuntos y un famoso artista local que emperifollaba las osamentas.
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En el año 2001, Holanda legalizó la eutanasia. A ello siguieron una serie de protestas y manifestaciones internacionales en contra. Había restricciones: por ejemplo, nadie que no fuera residente podía aspirar a la muerte.
Cuando viví en San Francisco me gustaba caminar sobre la calle Haight (la de la famosa esquina Haight-Ashbury); el lugar estaba lleno de vida, colores y olor a incienso flotando por todas partes, cafés, uno que otro viejo hippie y turistas. Había también muchos chicos que habían escapado de casa (runaways) errando por la calle. Me familiaricé con ellos. Algunas veces les invitaba café o fruta. Una mañana de domingo quedé sacudido por algo que tenía que ver con ellos: en uno de los diarios locales venía la historia de uno de aquellos jóvenes [de 16 años] que había ‘ayudado a su amiga [de 15 años] a morir:’ En una iglesia abandonada le había cortado las venas y la había visto morir. Una vez desangrada, él había pasado la noche ahí, junto a su cuerpo, durmiendo. Al día siguiente el muchacho no mostraba el menor remordimiento: estaba enteramente convencido de que aquello que había hecho por su amiga –darle una buena muerte– había sido cumplir con uno de los más altos ideales.
En sociedades como China, ateas por ley, donde según datos de Amnistía Internacional son ejecutadas más personas que en todo el resto del mundo, donde abortar es válido, la vida pareciera valer poco. De entrada, están prohibidos los perros de tallas mayores por cuestión de la sobrepoblación. En la ciudad donde viví hubo razzias para acabar con ellos: los mataban a palos frente a sus amos, para que aprendieran la lección.
Las palabras de un relato de ficción rezan: “Los hombres trabajaban como máquinas. Después fueron los perros. Se acabaron. Al principio vino la prohibición, después se los comieron. Las vidas no contaban; habíamos tantos que nadie notaba las ausencias. Los más morían atropellados en las calles; simplemente eran recogidos y sus cuerpos nadie sabía a dónde los llevaban. Nadie los reclamaba tampoco.”
Una tarde, camino a casa en China, se sentó a mi lado en el autobús uno de los maestros de la universidad para la que yo trabajaba. Dialogamos. Lo primero fue un predecible intercambio de ideas –costumbres y primeras impresiones–, siempre con un interés notable por parte del académico. Al poco tiempo me hizo una pregunta radical: cuál en mi opinión era la principal diferencia entre mi país y el suyo. Tengo la idea de que el profesor Yang esperaba una respuesta relativa a alguna tradición o usanza cotidiana. Yo como maestro extranjero tenía prohibido hablar de cualquier tema religioso, pero habiendo repasado tan objetivamente como me fue posible los dos escenarios nacionales, dije que la principal diferencia era la religión. Y no quise decir las prácticas religiosas, sino el conocimiento de dios. Me sorprendió que estuviera de acuerdo y su gran interés en el asunto. Con mucho cuidado –nadie puede hablar de religión libremente en China– musitó algo sobre “la gran falta que hacía dios” en su país.
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Los fallos a favor de ciertas “libertades” civiles, según las vemos hoy, tendrán su costo. El caso omiso o vago de opciones encaminadas a proteger el matrimonio, la concepción, la procreación o el ciclo de vida humano, irán dando una nueva forma a nuestra sociedad y aún más a nuestra civilización, como ya sucedió en otras partes.
En Holanda, sólo en 1990, más de mil personas, un promedio de tres por día, murieron por eutanasia involuntaria: los doctores terminaron activamente con la vida de estos enfermos sin que ellos hubieran dado el consentimiento.[i] En ese mismo país, recientemente un grupo de académicos y políticos formuló una petición para favorecer con el “suicidio asistido” para personas mayores de 70 años “cansadas de la vida.” De acuerdo a un estudio realizado por la Universidad de Minnesota en 1986, una mujer adolescente que ha tenido un aborto en los últimos seis meses tiene diez veces más de posibilidades de cometer suicidio que otra adolescente que no ha abortado.[ii]
No puedo dejar de preguntarme si a la legalización del aborto seguirá la legalización de la “buena muerte”.[iii] Mientras esto pasa tal vez se dé la legalización de las drogas. Quizás también venga la pena de muerte. Después vendrá el aplauso al suicidio. Vivimos con la muerte: en nuestras casas, nuestras calles, nuestras escuelas. Como sociedad estamos pagando el precio. No podemos dejar de escuchar a los que desacuerdan. No podemos seguir sin recapacitar. Hay circunstancias que no se adhieren a mi apreciación y toda opinión debe ser escuchada. El mío es un manifiesto contra la muerte. No es una bandera. No es un cliché. Es lo que queda de nosotros…
[i] Medical Decisions About the End of Life, I. p 15
[ii] Garfinkel, Stress, Depression and Suicide: A Study of Adolescents in Minnesota. Minneapolis: University of Minnesota Extension Service, 1986.
[iii] En Aguascalientes desde abril del 2009 la ley permite a los pacientes terminales, o a sus parientes si aquellos están inconscientes, rehusar el tratamiento médico para mantener la vida (eutanasia pasiva).




