el arte del plagio: tomar una idea de alguien, hacerla propia. Poco importa la manera: cambiar unas palabras; volcar el sentido original; borrar la firma del autor. Es plagio. La crítica literaria, Julia Kristeva, dice: “Todo texto se construye como un mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto.” Si seguimos ese postulado, entonces, no hay originalidad.
¿Cuándo la ha habido? Mencionemos, no obstante, que cuando un escritor acepta algunas deudas literarias, no hay el menor problema; la discusión inicia cuando, justamente, no se hace. Entonces el plagiador es señalado como ladrón o secuestrador de la inteligencia.
Las posibilidades de escudar el fenómeno son varias: intertextualidad, apropiación, cita, presencia, paráfrasis. Yo me quedo con plagio. No veo ninguna complejidad en colocar cursivas o comillas a unas palabras.
Cuando alguien descubre un plagio y lo publica, el escritor descubierto se sonroja, se asusta y se preocupa. Después contesta: ay, la amnesia; ay, se me fue; ay, tú qué sabes de mis influencias.
En el terreno académico el plagio está condenado. En la literatura, al parecer, es admisible. ¿Cuál es la diferencia? La ignoro. En universidades se pasa la factura; en la literatura incluso se han otorgado premios; en las comisiones universitarias se debate la expulsión; en los centros literarios se llevan al autor de gira, cual rock-star. El que defiende un plagio en la academia es cómplice; el que lo hace en la literatura, ¿amigo? No lo sé, pero esa impresión percibo en lo que hizo Octavio Paz.
Paz escribió varios ensayos sobre las obras de Ramón López Velarde y de Xavier Villaurrutia. Tanto en “El dormido despierto” como en “El camino de la pasión: Ramón López Velarde” el Nobel coloca sendos armamentos para defenderlos. ¿De qué? Plagio.
El autor de Vuelta, auxiliándose de las exposiciones de Luis Noyola Vázquez, presenta las pruebas sobre López Velarde. Todo indica que el poeta español González Blanco -un poeta prácticamente olvidado- tuvo una gran influencia sobre el zacatecano. Dice González Blanco: “aquel coro en que alzaba/ su voz dorada de impúber soprano/ bajo el compás de las misas de Eslava…”; López Velarde: “Unas voces núbiles/ y lentas ensayaban/ en un solfeo cristalino y simple/ una lección de Eslava”. El dictamen: Paz menciona que el español “se extiende y se amplifica mientras que López Velarde se concentra y ahonda.” Es decir, lo defiende.
Villaurrutia -una de las inteligencias más brillantes que ha tenido nuestra poesía- también estuvo metido en una querella literaria. El asunto: plagio. El autor de Nostalgia de la Muerte escribe: “Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera/ y el grito de la estatua desdoblando la esquina./ Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,/ querer tocar el grito y sólo hallar el eco,/ querer asir el eco y encontrar sólo el muro…” Supervielle, poeta francés traducido por Paz, dice: “Asir, asir la noche, la manzana y la estatua,/ asir la sombra, el muro y el sin fin de la calle./ Asir el cuello, el pie de la mujer tendida/ y abrir después las manos. ¡Cuántos pájaros sueltos!/ Cuántos perdidos pájaros convertidos en noche,/ en calle, muro y sombra, en manzana y estatua.” La similitud es sospechosa pero, Paz sale, como se dice, “al quite”: “El parecido entre este poema y el Nocturno de la estatua es innegable […] pero el desarrollo y el desenlace no pueden ser más distintos.”
Admito mi duda: no estoy muy seguro de que los dos poetas hayan plagiado porque, en efecto, por un lado, no son exactamente iguales; por el otro, no son exactamente diferentes. Pero me parece interesante el siguiente interrogante: ¿toda justificación no parte de una duda? El hecho de que Paz se molestara en argumentar su posición sugiere un misterio sobre sus autores. Digamos que, en realidad, no hay la menor duda de la ausencia de plagio. ¿Por qué defender algo que no aparece?
El recurso es desestimado porque, el que lo hace, más que artista, es un copión (tal vez pastichero). Con todo, no me cabe la menor duda que la implícita postura, frente al plagio, de Paz es la siguiente: mientras se modifique el sentido, el origen es prescindible. Eso me parece debatible.
Octavio Paz ha sido una de mis debilidades literarias. Admiro su agudeza, y su casi siempre profunda reflexión sobre los temas que más le interesaron: el erotismo, el arte, México. Pero el que sea una de las figuras más destacadas del mundo literario no significa que no haya tropezado alguna vez. Me parece bastante curioso que continuamente se cite a Paz en cualquier tipo de evento: académico, político, literario. Su voz, al parecer, no tiene el menor dejo de equivocación: se interpretan sus palabras como si fueran irrefutables. Casi sagradas. Dogmas. Lo cual me lleva a otro territorio -acaso, también de otro próximo texto.
Paremos un poco y preguntémonos la vigencia de Paz. Quien haya leído algunas partes de una de sus obras más admiradas Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la Fe puede constatar que su rigor no siempre fue perfecto; pero, voy con otro ejemplo más cercano: El laberinto de la soledad, en el cual se quiere ver la psicología del mexicano. Sí, tal vez hace 50 años; pero ¿esta visión de México continúa?
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