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viernes, diciembre 5, 2025

Guía para adoptar a un mexicano / Los choferes chocones

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La educación vial que reciben los mexicanos es forzosa y se da en un largo periodo de nueve años, cuando tienen entre tres y 12 años de edad. Es diferente para hombres y para mujeres. Para los niños mexicanos el curso básico consiste en zigzaguear a bajísima velocidad por los pasillos del hogar familiar, con un pequeño coche con ruedas de plástico; la tarea no es sencilla, las pedanterías de porcelana de imitación y las vasijas y figurillas autóctonas de barro –rojo, marrón, negro–, de las cuatro esquinas del país, no se llevan bien con el suelo ni con la fuerza de gravedad. A menos de que se trate de la casa de una neurótica que tiene todo envuelto en plástico con burbujas, paredes acolchadas y pisos de foami, lo que le restaría validez al entrenamiento por la seguridad sobreprotectora, el problema siempre es doble: primero, porque se pone a prueba la capacidad de resistencia de los materiales a fuerza de empujones torpes; segundo, porque el singular y solitario sonido de quiebre siempre desata la furia de la autoridad. El segundo punto, créame, es el más difícil. Lidiar con una progenitora enardecida porque su bailarina malhecha y regordeta perdió uno de sus perniles lleva las capacidades de negociación hasta sus máximos límites –imagino que Churchill rompió muchos chunches antes de llegar a 10 y al 10 de Downing Street–.

Le sigue el curso intermedio, que consiste en usar un vehículo biciclo o triciclo con sistema de transmisión a pedales. Los niveles de temeridad bajan en un comienzo, pero después se recuperan y hasta se multiplican. Al principio, el campo de entrenamiento, la calle, la banqueta, el parque –el más allá del espacio de confinamiento familiar–, y los obstáculos asustan. Autos, perros, gatos, viejitos, bastones de esos viejitos, árboles, arbustos, ramas, postes, contenedores de basura, aparecen en el campo de visión que se mueve de enfrente hacia atrás con una celeridad hasta ese momento desconocida. Al comienzo los choques son inevitables, y no pocas veces dolorosos, y la piel se puebla de moretones y raspones de escándalo sangrón, pero después las capacidades de toreo y escape aprenden a funcionar con la precisión de un radar antimisiles. Le sigue un curso avanzado, que no todos hacen, que consiste en usar una avalancha (tablón con llantas, volante y freno de mano inservible) o un remolque Apache como si fuera un doble de riesgo o como si estuviera filmando una versión infantil de Jackass. Los caballos de fuerza aumentan considerablemente y son provistos por el grupillo de cofrades voluntariosos que empujan el vehículo hasta que se estrella con su objetivo. A mayor riesgo, mayor diversión. Lo mejor de la experiencia, claro, es romperse los dientes o un brazo. Aquí el niño mexicano aprende una lección invaluable: producir o recibir dolor es placentero; después, en su vida adulta, volverá a probar dichas sensaciones, pero entonces les llamará “sadomasoquismo” o “relaciones interpersonales”.

Para las niñas mexicanas la cosa va distinta, el curso de educación vial consiste en recibir un triciclo color pastel con adornillos colgantes en los puños y algún accesorio manual o a pilas de sonidos vergonzosos. Algunas lo llegan a usar, con frecuencia incluso, pero la mayoría se queda en la mera contemplación estética o en el uso más bien esporádico y casi obligatorio.

Estas primeras experiencias móviles de la infancia mexicana forman con martillo y cincel las conductas que los mexicanos adultos tendrán al volante y, como verá con los años, estimado adoptante, explican muchas ocurrencias “accidentales” entre vehículos. Cuando los mexicanos conducen, tienen exactamente la misma actitud mental que cuando se montaron al juego de los carritos chocones en alguna feria: ellos buscan hacer impactos, ellas, evitar recibirlos. La explicación, pues, es más sencilla que la de cualquier perito de tránsito: ¿por qué chocan las mujeres mexicanas?, por inexperiencia, ¿por qué chocan los hombres mexicanos?, por gusto. Por lo que, si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, se recomienda seguir los siguientes pasos.

Primer paso: si le toca en adopción un niño, por favor no le compre juguetes o videojuegos que le estimulen la glándula del riesgo y que le hagan pensar que la delincuencia juvenil o hacer de crash test dummy son actividades con futuro. Lo último que quiere en casa, especialmente con un niño o un adolescente, es un junkie a la adrenalina.

Segundo paso: si le toca en adopción una niña, cómprele carritos metálicos, autopistas eléctricas, modelos para armar de autos clásicos y toda clase de vehículos. Préstele su auto desde temprana edad y, muy importante, insista en practicar las habilidades de estacionamiento: las aseguradoras se lo agradecerán. Lo que usted quiere aquí es cambiar a doña Prudencia, paralizada –voluntaria o involuntariamente– como mecanismo de defensa, por doña Experiencia, que se mueve con confianza y temple por la ciudad.

Tercer paso: si a pesar de todos los esfuerzos pedagógicos, usted no puede cambiar el código genético de conductor chocón de su mexicano, la última carta que puede jugar es propiciar que haga de ello su oficio, hay dos idóneos: conductor de taxi o acomodador de carritos de supermercado. En la primera opción hay carta blanca legal para la imprudencia y la inexperiencia, en la segunda, las colisiones por alcance son parte del trabajo.

Preguntas frecuentes: ¿hay autos en México? Sí. ¿Hay autos pro México? No. ¿Hay autos de México? Depende.

jcarlos_ags@yahoo.com

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