La voluntad es sin duda el factor que hace posible al sujeto el aproximarse a los objetos del mundo para actuar sobre ellos, pues no es sino la acción lo que produce el primer contacto del que se derivan los conocimientos extra somáticos, (entiéndase más allá de lo corpóreo o tangible). Así, la voluntad determina la selección de elementos de la realidad que entra en el pensamiento, organizándose estas experiencias en un planteamiento intencional, provocado e inteligente. El pensamiento es indisoluble de la acción. Pero el pensamiento es una abstracción que realiza nuestra mente sobre el mundo, y para realizarlo usamos la palabra.
Gracias a las palabras es que podemos pensar, desarrollar lo que Ferdinand de Saussure llamó el “Verdadero Pensamiento”. Porque el lenguaje nos permite, no sólo nombrar los objetos del mundo y de la realidad, sino que al nombrarlos, les da sentido, los impregna de nuestra concepción particular de las cosas y de los eventos. Toda lengua es intrínsecamente una clasificación arbitraria de la vida y de sus accidentes, una visión del mundo que habitamos. Es arbitraria pero no inmotivada, pues la cada lengua contiene la carga cultural de significados de los hablantes. El lenguaje expresa la manera en que se vé y se entiende al mundo. Así, los humanos aprendemos el lenguaje y con éste, aprendemos una jerarquización de las cosas, los seres y los pensamientos.
El lenguaje nombra la realidad, y al nombrarla la transforma en aquéllo que significa para nosotros. La palabra extrae la esencia cognoscitiva del mundo y a partir de allí, tratamos con la realidad de una manera intelectual. La capacidad de abstracción nos permite manejar la realidad significativa de la vida, y darle valor y escala a las cosas, los seres y los sucesos. El problema del lenguaje es que la realidad que representa no siempre está ceñida a la objetividad, pues el uso de la abstracción que usamos para entender al mundo y a la vida, esto es la palabra, está cargada de significado. La palabra árbol no significó lo mismo para los primeros pobladores celtas que para los nómades americanos chichimecos de Mesoamérica que vivían en un mundo semidesértico. La luna no fue la misma cosa para los prehispánicos aztecas que para los pueblos algonquinos. Hay culturas que tiene a la luna como el Demiurgo, el dios creador de la vida y el universo, mientras para otras culturas de la antigüedad representaba únicamente una diosa secundaria o la encarnación de un dios oscuro de la noche. Con el lenguaje nos encontramos que el mismo objeto, en ocasiones, adquiere un significado completamente distinto para diferentes culturas.
La palabra, aquello que representa, varía su sentido según la cultura de donde emerge. Por eso nuestro proceso intelectual, si bien nunca está descarnado de la lógica, siempre está sujeto a la subjetividad. Recrear al mundo a través de la palabra es el acto intelectual donde le damos sentido, orientación y propósito a las cosas, a los seres y a la vida misma. Pero el proceso intelectual, el puente que une la palabra con aquello que nombra, contiene necesariamente una visión acerca de cómo entendemos y vemos al mundo. Esto nos permite a los humanos establecer una suerte de orden intelectual de la vida, categorizamos la existencia a través del lenguaje, pero al mismo tiempo le otorgamos a las cosas las características que para nosotros representan. El lenguaje es un acto de voluntad para entender y tratar con la vida, pero contiene una tendencia mágica, porque establece un lazo arbitrario y subjetivo con la realidad. De aquí que hayamos sido capaces de darle sentido a la vida y a sus accidentes. Pero el sentido del pensamiento no está sujeto, repito, a la objetividad. Y el proceso mismo de “unir” la palabra con el objeto que designa, es una proposición intelectual que no se ciñe a lo estrictamente real, porque va más allá: le da sentido. Hay una propensión lingüística a la magia, al pensamiento mágico. Al establecer cómo vemos al mundo, por medio de la abstracción arbitraria podemos adjudicar a las cosas y a los eventos, características y propiedades que no tienen per se. A través de la palabra es posible animar al mundo con espíritus, dioses, ángeles, demonios y, por supuesto, adjudicarle a la vida un orden mágico. Porque siempre es más fácil entender al mundo como la Voluntad de un ser invisible e intangible que resuelve el sentido de la existencia. La magia se basa en la idea de que a través de la palabra se puede obligar a las voluntades regentes del universo a que cumplan nuestra voluntad: el conjuro. Como si la palabra fuera la llave que compromete y obliga al orden regente del universo a cumplir con nuestra voluntad a favor nuestro. Lo que para la magia es el conjuro, en la religión es la plegaria. La idea que con palabras alcanzamos a los dioses para pedirles benevolencia, la oración del creyente, es el mismo intento de vencer la balanza a nuestro favor que usa la magia con el conjuro. Ambas son representaciones del mundo vistas desde un punto de vista mágico o religioso, donde las cosas no son lo que vemos llanamente en la realidad, sino que están impregnadas de un sentido de vida superior, al que gracias al lenguaje podemos acceder y modificar. Nuestro pensamiento contiene en sí una propensión mágica. n
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