Punto anticlimático estamos transitando, en estas semanas previas al arranque de las campañas políticas; luego de un intenso debate mediático acerca de las nominaciones de los posibles candidatos, con base en las nóminas vigentes de los partidos políticos contendientes. Aún no sale el humo blanco del ungido para representar a cada marca en la lucha democrática, y lo único constatable ahora es esta suerte de silencio previo al estruendo publicitario de las huestes en avanzada. Espacio de calma que sólo ha sido fuertemente sacudido por la severa y lamentable explosión ocurrida este jueves pasado, en el edificio B2 del complejo administrativo de Pemex.
Entretanto, es oportuno aprovechar este viento sereno, para remontarnos al mito fundacional que da nacimiento a la ciencia de la Política. Un mito cuya narrativa utópica se remonta a los años 300 antes de Cristo, nace en el Mediterráneo y la patria griega, que tiene la virtud de administrarnos una vacuna contra las falsas percepciones y ejercicio del poder público.
“La república de Platón no es en primer término la construcción ideal de una sociedad perfecta de hombres perfectos, sino, como justamente se ha dicho, a remedial thing, un tratado de medicina política con aplicación a los regímenes existentes en su tiempo. El autor mismo lo confiesa así y en algún pasaje (473b) manifiesta su propósito de buscar aquel mínimo cambio de cosas por el cual esos Estados enfermos puedan recobrar su salud; porque enfermos, en mayor o menor grado, están todos los Estados de su edad. Y cuando habla de la tiranía como cuarta y extrema enfermedad de la polis (544c), reconoce que son también enfermedades los tres regímenes que le preceden” (Introducción a La República de Platón, por Manuel Fernández-Galiano, http://www.xtec.cat/~mcodina3/Filosofia2/la%20republica.pdf ).
Platón, valiéndose de un inteligente estratagema por el que hace ficticiamente dialogar a su maestro Sócrates con Glaucón, el hijo de Aristarco y una serie de interlocutores que ya sea impugnan o apoyan el sabio discurso del maestro, les hace debatir acerca de la conveniencia del gobierno de los más sabios. De cuya grandiosa elocuencia, rescatamos el pasaje siguiente:
“Esto era lo que considerábamos —dije—, y esto lo que preveíamos nosotros cuando, aunque con miedo, dijimos antes, obligados por la verdad, que no habrá jamás ninguna ciudad ni gobierno perfectos, ni tampoco ningún hombre que lo sea, hasta que, por alguna necesidad impuesta por el destino, estos pocos filósofos, a los que ahora no llaman malos, pero sí inútiles, tengan que ocuparse, quieran que no, en las cosas de la ciudad, y ésta tenga que someterse a ellos; o bien hasta que, por obra de alguna inspiración divina, se apodere de los hijos de los que ahora reinan y gobiernan, o de los mismos gobernantes, un verdadero amor de la verdadera filosofía. Que una de estas dos posibilidades o ambas sean irrealizables, eso yo afirmo que no hay razón alguna para sostenerlo. Pues si así fuera se reirían de nosotros muy justificadamente, como de quien se extiende en vanas quimeras. ¿No es así?
—Así es.
—Pero si ha existido alguna vez en la infinita extensión del tiempo pasado, o existe actualmente, en algún lugar bárbaro y lejano a que nuestra vista no alcance, o ha de existir en el futuro alguna necesidad por la cual se vean obligados a ocuparse de política los filósofos más eminentes, en tal caso nos hallamos dispuestos a sostener con palabras que ha existido, existe o existirá un sistema de gobierno como el descrito, siempre que la musa filosófica llegue a ser dueña del Estado. Porque no es imposible que exista; y cuanto decimos es ciertamente difícil —eso lo hemos reconocido nosotros mismos—, pero no irrealizable.” Platón, La República, No. 12, libro VI (1-21).
En este tenor, consecuentemente, sería el gobierno de hombres austeros, prudentes, con gran poder de pensamiento, con el férreo conocimiento de la realidad y sobre todo sin la ambición de poder para dominar, sino de servir, serían así los conductores de la sociedad a niveles superiores de realización vital y de superior calidad de vida. ¡He aquí el mito!
Curiosamente, entonces, este sistema realizable de Estado sería algo así como el dominio de la negación de los actuales valores en que se ancla la vida política, cargada de intereses, partidistas y por tanto cerrados en ideologías abrazadas ciegamente como éticas militantes, inexpugnables.
Siendo ésta la razón principal por la que, mientras los gobiernos sean ejercidos por el interés personal o de unos pocos y además éstos tales no antepongan la norma suprema de la justicia y la sabiduría, por encima de los valores que ellos instrumentan para ejercer el poder político, es lógico que ninguna ciudad, ni régimen, ni sistema político será perfecto. Causan una radical precariedad del poder político que es comprensible, debido a los valores que conducen las decisiones en la vida de la ciudad y obedecen a criterios miopes y narcisistas de orden material y reducido, el dinero, hacer de la política negocio o venir a hacer negocios a la política; la obtención de riquezas, el afán de lucro, la conquista de reconocimiento social, el dominio de unos pocos –oligarquía- sobre los muchos.
Antivalores de la Pólis. Mezquinos los más de ellos y sin el sentido de responsabilidad hacia el ciudadano visto y aceptado como otro, y no como extensión enajenada de sí mismos. Otro que es el compañero de camino. Reconocimiento político que es hacer ciudadanía, de verdad. Esa Sociedad Civil, tan cantada en las tribunas engoladas de soberbia ególatra, es la condición sine qua non, que debe ser sanada, fortalecida, liberada a su propio ejercicio autonómico.
Cómo les cuesta a las Legislaturas, que ya se enumeran en número LI, aceptar las auténticas opciones ciudadanas de iniciativa de Leyes, plebiscito, referéndum, y sobre todo candidaturas independientes. Sin aceptar que el cáncer traicionero está en esos sistemas enfermos que claman al cielo por sanación. El mito prototípico no está mal como sueño, como inspiración y sugerencia para los estrategas políticos y, sobre todo, para usted que es el elector contante y sonante lo haga realizable.