Para Javier, por todo lo que nos une.
Mucho ha llovido desde la aparición del Amparo en 1841 (históricamente se podrían rastrear los antecedentes del amparo hasta el Fuero juzgo de Castilla, usado desde la baja edad media); obra de Manuel Crescencio Rejón y Alcalá, jurista y político liberal yucateco. Así rezaba el artículo 53 de la constitución yucateca de marzo de 1841: “Corresponde a este tribunal (Tribunal Supremo de Justicia) reunido: 1º. Amparar en el goce de sus derechos a los que pidan su protección contra las providencias del Gobernador o Ejecutivo reunido, cuando en ellas se hubiese infringido el Código Fundamental o las leyes, limitándose en ambos casos a reparar el agravio en la parte que procediere”. Posteriormente es de destacarse el impulso de Mariano Otero (y otros insignes juristas mexicanos de ésos de los que hoy podemos contar muy pocos, por desgracia), en la Constitución de 1857 y su reforma y adición de 1917, hoy vigente.
Y nadie duda hoy que desde su creación, la figura del amparo se ha quedado desfasada, anquilosada o rebasada en términos de la protección de los derechos fundamentales de las personas. Porque lo cierto es que desde su origen, el amparo fue concebido como un medio extraordinario de defensa de los ciudadanos frente a la arbitrariedad y el abuso del poder público.
Gracias a las recientes reformas constitucionales a los artículos 105 y 107, el amparo tiene forma de seguir siendo un medio expedito de defensa de los ciudadanos frente al poder, ahora reforzado por el control difuso y de convencionalidad (todos los jueces, especialmente los federales, pueden y deben revisar que los actos de cualquier autoridad se ajusten a la Constitución, y todos los jueces federales pueden y deben revisar que los actos de autoridad se ajusten a los tratados internacionales suscritos y ratificados por el estado mexicano).
Pero también es verdad que con el paso de los años el amparo se volvió un instrumento inasequible a las mayorías, de índole más técnica que práctica; complejo y burocrático, con largas, farragosas e inútiles sentencias; salvo honrosísimas pero también contadísimas excepciones. Todo litigante que haya pisado un juzgado federal lo puede comprobar de manera directa. Así, se ha pervertido el uso de una institución que ahora sirve más a los intereses individuales y de los grandes empresarios y corporativos que a la defensa de los derechos de la sociedad; allí tenemos el caso de todos los derechos sociales consagrados por el artículo cuarto constitucional: salud, vivienda, alimentación, agua y saneamiento, medio ambiente sano, pero también a la seguridad social o a la educación pública laica y gratuita, por ejemplo.
Y es así que su efecto protector, cuando lo hay, ha generado evidentes inequidades, puesto que las sentencias sólo producen efectos personales o individuales y no generales para la sociedad cuando una norma es tenida como contraria a la Constitución, siendo que somos los mexicanos todos los que sufragamos el funcionamiento del Poder Judicial de la Federación, donde el trámite de un juicio de amparo puede llegar a costar al erario público un promedio de 50 mil pesos por juicio de amparo en primera instancia.
Sin duda otra lacra que debe corregirse es el abuso que hacen algunos malos juzgadores de los amparos “para efectos”, que dejan siempre sin resolver el fondo de los asuntos. Sólo ordenan que el procedimiento viciado se reponga dejando a la autoridad responsable en plenitud de jurisdicción para que siga violando si le place el orden constitucional con sus determinaciones.
La nueva ley de amparo votada recientemente en la Cámara de Diputados, promete ser un instrumento eficaz y accesible a los ciudadanos. El nuevo amparo ofrece reconocer derechos colectivos y dar efectos generales a las sentencias que resuelvan sobre normas (leyes locales, estatales, federales, reglamentos y decretos) que sean tenidas por contrarias a la Constitución. Queda por definirse con claridad la manera de substanciar estos juicios que reclamen de la autoridad el respeto a los derechos fundamentales colectivos y a los llamados “intereses difusos”, para detraer del arbitrio jurisdiccional el trámite de estos procedimientos novedosos en el sistema constitucional mexicano, pero vigentes y comunes en el orden jurídico de la mayoría de los países de la región desde hace muchos años.
La nueva ley de amparo deberá fortalecer el principio pro persona, es decir, la aplicación judicial o administrativa de la norma más protectora posible y al caso aplicable en beneficio del gobernado.
Otro asunto no muy claro en el proyecto sujeto todavía a la aprobación del Senado es el tema de la suspensión del acto reclamado y los requisitos que han de llenarse para que pueda ser concedida. Sin duda el juicio de amparo es una de las mejores instituciones del estado mexicano. Ponerlo a punto, modernizarlo y adaptarlo a las necesidades de la ciudadanía mexicana es un asunto crucial para nuestra vida pública.
@efpasillas