Y va la quinta de la serie. La tercia anunciada por la empresa, casi cubrió en su totalidad los escaños de la finca taurina de la colonia de Las Flores. Ello genera calor, buenos ánimos y mejores vibras.
Del ganado se encargó Mimiahuapam, de cuyos alambrados llegaron seis ejemplares de notada edad adulta, pero de modesto trapío, granjeándose la inconformidad de la clientela al salir y en el arrastre el primero, entre que el tercero reclamó la pleitesía del arrastre lento. Sí que varios dejaron ver finas hechuras, empero fue más bien una partida de ganado cómodo.
Sin menoscabo del esfuerzo de uno y la torería del otro, entrados en los actores, la tarde quedará estigmatizada por el ramo de verónicas de Morante de la Puebla. Plasmó el hombre una nueva propuesta de plasticidad, estética, arte, hondura y sentimiento. Se plantó a compás mesuradamente abierto, recargó la barbilla en el hombro de la salida, cargó la suerte, desmayó los brazos y los jugó con son y un ritmo que despedazó los relojes.
De los lances de Morante (pitos y al tercio) al abre plaza, alguno hermoso y mejor la original media. Hubo nobleza pero igualmente debilidad en el astado, y el extranjero se resumió en interpretar bellos detalles, un pinchazo y regular estocada.
No fueron verónicas ante el cuarto, ya decía, fueron los divinos lances del genio. Un orgasmo taurómaco aquello. ¿El bicorne? Noble, no obstante débil; y luego se vino abajo. Sin embargo, inspirado y en estado religioso, el coletudo trocó finamente el toreo terriblemente artístico. Emanó otra dimensión angelical con el diablo de los pinchazos… lamentablemente.
Según el mal comportamiento de su primero, Alejandro Talavante (al tercio tras aviso y oreja) se dedicó a bregar. Calidad y sosería, en mezcla extraña, las honró y reivindicó el coleta burilando una faena calibrada, bien medida, justa y estética; todo ello en su total haber, sin embargo no correspondida al emplear la tizona.
Formidables chicuelinas y el quite de Fermín el grande cinceló al quinto, cierto bovino enrasado y de buen estilo al que muleteramente cuajó un trasteo barroco y visiblemente ajustado, haciendo tal ceñidor y ungüento del adversario al que finiquitó de estocada tendida.
Diego Silveti (dos orejas y silencio) alegró a la mayoría con su arrebatada y completa labor capotera, iniciada sobre la arriesgada suerte de la porta gayola. Al desdoblar la sarga se entroncó con un animal enrazado, de los que no licencian para fallas. Llegó entonces un sustazo, lo mismo un entreverado de fabulosos pases por ambos cuernos, intercalándose cuantiosos momentos en que clara fue su intención de no penetrar cabalmente y menos comprometerse en el terreno de las suertes. Acabó su propuesta atrabancada y revolucionada de espadazo caído, delantero y tendido.
El sexto resultó soso y él reservado. Ya no manifestó la misma ambición y hasta medroso se evaluó, estado que maquilló muy bien. De la suerte suprema, ni hablar, mucho le pesó el arma.