Polémicas de señoritos
Vivimos en una generación más marica ahora, en la que todos acostumbran decir “Bueno, ¿cómo arreglamos esto de forma psicológica?” En los viejos tiempos, nada más golpeabas al intimidador y te las apañabas. Incluso si el tipo era mayor y podía arrastrarte por allí, por lo menos te hacías respetar por responderle, y entonces te dejaban en paz
(Clint Eastwood entrevistado por Esquire).
Leí esa declaración hace mucho tiempo y la guardé, con cariño, como para acudir a ella con el mismo gesto con que se acaricia descuidado a una mascota, esa certeza de que todo está en su lugar y las cosas, simplemente, son así. De vez en cuando regreso a la declaración de Eastwood y la acaricio, es decir, coincido: somos una generación marica.
La traducción de la entrevista es del escritor David Miklos, quien hace mucho tiempo la puso en su blog (http://saltosalmon.blogspot.com/) en referencia a una columna de Antonio Ortuño en el periódico Milenio donde escribió: “en México, por cada agarrón a golpes entre plumíferos, hay 900 mentadas de madre sordas o malicias mutuamente ocultas que se manifiestan, como las cobras, sólo a la hora del golpe mortal: la beca negada, la edición cancelada, la no inclusión en tal antología o tal encuentro… Mezquindades, como se ve. No es raro, inclusive, que grandes enemigos se dejen ver en público sonriéndose y hasta mandándose saludar a las familias y las mamacitas como si fueran compadres del alma. Vaya: la mayoría de las polémicas intelectuales nativas harán que se derramen toneladas de bilis, sí, pero por lo general mantienen los modales. Son polémicas de señoritos”.
Miklos agrega: “Nadie usa las manos, convertidas en puños, claro, y pocos saben usar bien las palabras y batirse en franco duelo. No. Hay que ser políticamente correctos y no ofender a nadie ni lanzar piedras y/o adjetivos bien colocados”.
Así somos, una generación marica que le rehúye a la polémica, a la discusión, en el mejor de los casos, a nuestras polémicas (por llamarle de algún modo) las cubra una edulcorada capa de corrección política, aunque lo cierto es que abandonado el diálogo, lo que se usa es lanzar la piedra y esconder la mano.
No se trata de una defensa del arte de intercambiar madrazos, pero sí de arriesgarse al intercambio de opiniones, decir cuáles son nuestras ideas. Atrás se ha dejado el razonamiento acerca de aquello que nos disgusta o con lo que no estamos de acuerdo, no vaya a ser que se pierda el privilegio de pertenecer a la comunidad, de ser excluido.
Más visibles, más cobardes
Al estar mejor comunicados (redes sociales, correo electrónico, blogs), nos hemos vuelto más cautos, sabemos que lo que digamos puede llegar al oído del otro mucho más rápido, que no faltará quién lleve el comentario y, nunca se sabe, así se pierda la oportunidad de un privilegio, por mínimo que sea: cenar con el escritor invitado, no ser parte de un consejo editorial, la invitación a una revista, el beneficio de una beca.
Hago esa mínima lista de oportunidades perdidas, porque las polémicas de señoritos a las que hacían referencia en su conversación Miklos y Ortuño son los intercambios entre escritores, la nula capacidad que se tiene en el “ambiente literario” de discutir abiertamente, de recibir una crítica, un comentario sobre nuestro trabajo, de forma pública; porque en corto, en el frente a frente, nada como una mesa en la que se encuentran dos escritores para escucharlos despotricar contra el ausente. En nada se distingue el “ambiente intelectual” de las costumbres de la clase política.
Somos una generación marica porque nos empeñamos en eludir la crítica abierta, más que temor a tener que argumentar nuestras razones de agrado o desagrado (casi siempre lo último), a lo que se teme es a la reacción del otro, que no sea capaz de establecer un diálogo y en vez de construir a partir de la diferencia, suceda que apenas se acabe la conversación, se cobre caro nuestra falta de coincidencias.
Tenemos miedo a perder la beca, no ganar el concurso, no ser considerado en una publicación, detienen la posibilidad de diálogo honesto. La polémica de señoritas caracteriza a los “artistas” de la comunidad en la que vivo, el esfuerzo por no ser calificados de críticos y la forma en que escurren el bulto a cualquier opinión que los pueda comprometer. Todavía hace poco algunos inocentes iniciaban la lectura de su trabajo solicitando la “crítica constructiva”, algo así como “en la cara, no”, ahora ni eso, todos somos la buena onda, propositivos, siempre hay que encontrarle algo bueno a lo que el otro escribe (y la broma sobre la calidad del papel está ya tan gastada que cansa usarla).
No nos reunimos en taller, nos juntamos para tomar cervezas o café y, casualmente, alguien reparte las fotocopias de su poema o fragmento de novela o cuento o ensayo, pero es una casualidad, por lo tanto, no se pide la opinión del otro, sólo su asentimiento, después siguen los está bien, me gusta esa línea, qué imagen tan poderosa, los me recordó un texto de… a lo que sigue una referencia oscura o un autor de moda; no le decimos al otro que su texto no funciona, no vaya a ser que ya no nos invite a dar un curso, a los cinco minutos de fama en un programa de radio o televisión e invariablemente se escucha el rumor de un pensamiento: si yo critico, a mí no me critican.
Los más jóvenes son los más apáticos, a veces se esconden en el “estoy aprendiendo”, la más de las ocasiones sólo ponen cara de sorpresa, en espera de que otro sea quien tome la palabra, rehuyendo la responsabilidad de generar una opinión. Nadie quiere jugar el papel del malo de la película, como si la crítica fuera, necesariamente, un comentario negativo.
Adictos a la aprobación
Me estoy desviando, lo menos importante es la apática y provinciana atmósfera literaria de Aguascalientes, donde cada uno ya ocupa su lugar, donde quienes conforman (conformamos) la “escena literaria” sabe qué silla tiene que ocupar. Realmente lo que intentaba señalar es que somos una generación marica porque cambiamos temor por aprendizaje, sobre todo por la forma en que las nuevas tecnologías invadieron y transformaron la forma de comunicarnos con los otros. Ahora lo que intentamos hacer, antes que formar una opinión, es tener seguidores, sumar reconocimientos, se deja a un lado la idea y se cambia por la aprobación.
No importa cómo sea esa aprobación, no importa que sea un inútil “Me gusta” en Facebook o un “Favorito” en Twitter; tampoco interesa de quién provenga, somos esclavos de la aprobación, gastamos demasiadas energías en complacer a la audiencia, no en coincidir, no en conversar, no en intercambiar, lo que queremos es el aplauso.
Adictos a la aprobación, somos incapaces de formar un club de la pelea, nos rendimos a las edulcoradas reuniones de la sociedad de los poetas muertos.
Coda
¿Y todo esto por qué? No lo sé. Quizá tenga que ver con que acabo de ver por enésima ocasión El club de la pelea y me emociona cuando Tyler Durden pregunta qué tanto puedes saber de ti mismo si nunca has estado en una pelea.
@aldan




