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domingo, diciembre 21, 2025

No tiene la menor importancia / Hombres metálicos

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Tenía 13 años cuando mi padre me invitó a ver Robocop al cine. Eso hacíamos: escaparnos los dos por la noche a ver cualquier película que se nos pusiera en el camino. Cuando yo era un niño, algún día de la semana mi padre volvía del trabajo después de las ocho, tocaba a mi puerta y me preguntaba si quería ir al cine. A veces yo ya estaba dormido y me levantaba apresurado a cambiarme. Medio modorro me subía al auto. Cuando llegábamos a los “gemelos” Villasunción o El Dorado —antecesores de los Cinepólises, Cinemarkes y Cinemexes— ya estaba bien despierto y listo para ser testigo de persecuciones policiacas, guamazos, robots asesinos y guapas damas en peligro, o damas policías, o damas robots asesinas. Casi siempre entrábamos a la función de las 10. Religiosamente todas las películas se exhibían a las cuatro, seis ocho y 10 —excepto durante esa rara época en que los cines se computarizaron y programaban las películas de la manera más eficiente posible, en horarios espantosos como 3:27, 5:51 y 8:15—. Nunca comprábamos palomitas, quizá alguna ocasión un refresco. El ritual exigía que al terminar fuéramos por unos tacos. Llegábamos a casa como a las 12 o a la 1.

Robocop estaba clasificada como C. En Estados Unidos era R —restricted—, es decir, que los menores de 17 debían ser acompañados por uno de los padres o por un adulto que se hiciera responsable. Por supuesto, justo antes de entrar a la sala, un empleado del cine nos advirtió que la película era para adultos. Entramos de todos modos. La película resultó bastante aceptable, de hecho, muy buena. Y aunque contenía escenas violentas explícitas, no hubo nada que me horrorizara, traumatizara o, siquiera, asustara. De ahí fuimos a los tacos y la conversación trató más acerca de ¡qué buen western de ciencia ficción acabamos de ver! y menos de cómo la escena de Murphy siendo reducido a picadillo podía o no distorsionar mi visión del mundo. Vamos, tenía 13 años, había visto ya cientos de películas y no era particularmente impresionable. Regresamos a casa y dormí sin pesadillas.

Tenía muchos más años cuando fui a ver Iron Man 3 el primero de mayo pasado. Eso hacemos todos. Incluso los aguascalentenses, que tenemos como opción la feria, el Día del Trabajo acudimos en tropa a llenarnos de palomitas caras, nachos plásticos y hot-dogs fríos —aunque la ciudad comienza a rebelarse al asueto total, la fecha aún motiva una celebración en oxímoron—. Ah, y a ver películas. Como pocos días, quizá sólo como el 25 de diciembre, había largas filas de familias, padres, madres, abuelos y niños. El ritual incluye amontonamientos, asolearse, hablar por teléfono y en voz alta adentro de la sala. También discusiones, batallas entre padres, confusiones de películas, berrinches infantiles y adultos, refrescos derramados, pisos pegajosos y baños atestados. El menú fílmico no era, digamos, gourmet; pero había para todos. Iron Man se llenó. La sala estaba llena de niños, montones de niños de seis y ocho años.

Iron Man 3 está clasificada B, adolescentes y adultos. Antes de entrar a la sala, absolutamente nadie advirtió a los padres acerca de ello. Ni un solo comentario, ni siquiera a quienes llevaban pequeños de seis años. Es más, vendían boletos para niño ¡de una función para adolescentes! En algún momento de la película, un hombre apunta un arma contra la cabeza de otro y amenaza con matarlo, la reacción de algunos niños fue de sincero temor. El disparo no había ocurrido y la posibilidad ya había hecho mella en el gozo de algunos. Manos a la cara. Subirse a las piernas de mamá y escuchar cómo los tranquiliza, esperar el desenlace, la promesa de que no, no lo matará. Y el disparo. Sí lo mató. Y entonces la intranquilidad, hubo pequeños que llegaron al llanto. Otros, por supuesto, ni cuenta se dieron de lo que ocurría.

Quizá los dueños y empleados de las salas cinematográficas no están obligados a prevenir a los padres. Supongo que tampoco los boleteros y taquilleros de mis tiempos debían hacerlo. Quizá evitar problemas o disgustos, los gritos de un señor neurótico o de una mujer histérica, respuestas groseras y agresivas —“qué te importa, son mis hijos, yo sé lo que hago”— sean ahora muy importantes. Supongo que antes valía más preocuparse por los otros y tener la cortesía de expresarlo.

facebook.com/joel.grijalva

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