El 15 de mayo se celebró el día del profesor. El 23, el del estudiante. Con motivo de esta rara manera de festejar la educación (descreo de cualquier celebración que inicia con “día de…”), quisiera reflexionar sobre lo que ocurre con esa dinámica fuera de las aulas universitarias.
Alguna vez fui a uno que otro taller de creación literaria. Me entusiasmaba, en ese entonces y en ese nivel primario de formación, discutir con un montón de personas reunidas por la escritura. Los egos, lamentablemente, son muy sensibles a las críticas y lo que empieza como una mesa redonda, termina en un cuadrilátero literario. Sin embargo, creo haber aprendido un par de cosas: por un lado: saber que se necesita disciplina, mucha lectura y corrección (valores, acaso, evidentes, pero que en esa inmadurez parecen invisibles); por el otro: saber que, eventualmente, los talleres se vuelven innecesarios.
Uno de los tantos recuerdos que tengo sobre las extravagancias que ocurren en esos extraños laboratorios de preparación, ocurrió en un taller de poesía: uno de los integrantes, continuamente, decía que quería ser poeta. La prueba de fuego llegó cuando el coordinador nos solicitó un texto para, probablemente, ser publicado. Sólo una persona se quedó fuera: el wanna-be poeta. Éste demandó una explicación al comité. El responsable respondió a su exigencia y, palabras más, palabras menos, le dijo que su poema no era publicable, que era muy malo, que qué hacía él escribiendo poesía, que se dedicara a otra cosa. El tipo -cabizbajo y líricamente destruido- guardó silencio, se retiró y jamás volvió a ir a un taller, a una lectura, a un evento literario. En ese momento la actitud del dictaminador me pareció lamentable (yo tenía, a lo mucho, 20 años), sin embargo, creo que si bien pudo haber utilizado otras palabras que estimularan al tallerista a mejorar, la conclusión hubiera sido la misma. ¿Quién actuó mal? ¿Aquél por deprimirse y culturalmente suicidarse o el otro por ser sincero?
Si el humillado y ofendido tuviera el talante necesario para reponerse a esas opiniones y trabajar en sus textos, hoy continuaría produciendo. Eso o, por qué no, cambiar de taller. Pero no: se quedó con un estilo y con un comentario.
Al parecer muchos, como él, presentan sus textos buscando la ovación y el beneplácito del auditorio. Ahora, bien, si el que dio la mala noticia le hubiera dicho que su poema merecía la suerte de la publicación, ahí sí que su desempeño sería cuestionable: los peores profesores son los que dicen que sí a todo. Doy más valor a quien queda como maestro mamón que a quien queda como maestro barco.
De unos años para acá, me ha tocado ser el malo de la película: el que dice si un texto está bien escrito, si necesita reparación, si necesita eliminación; el que dice si el que escribe es un aficionado, si tiene madera, si sabe lo que es trabajar con la escritura, por la escritura, para la escritura. Frecuentemente retomo la anécdota que líneas atrás compartí porque me parece que hay que ser severo (con justicia, pues) sin caer en lo vulgar de un dictador.
Una obviedad: escribir con propiedad es un trabajo titánico. No cualquiera lo puede hacer. Considero que la tarea de un profesor, en este escenario, es la de discriminar en función del contexto: una vez que se tiene identificado quién escribe por hobby y quién lo hace porque pretende cultivarse, hay que medir los comentarios en función de ese contexto. No vale lo mismo, por tanto, un comentario para un principiante que para un aventajado, para uno que reconoce sus limitaciones que para otro que está ahí para que lo alaben.
Si pensamos los talleres, exclusivamente, como lugares para enseñar a divertirse a través de la literatura, da igual si hay rigor o no; si los pensamos como proyectos que buscan tener la seriedad como cualquier otro trabajo, no. Prefiero la segunda opción. No encuentro diferencia -a riesgo de que sea inexacto el ejemplo- entre una inducción para trabajar en una empresa y un taller de escritura. Allá, si alguien es indisciplinado y holgazán, le dan las gracias y lo corren. Acá, ¿por qué no? Si se hieren los sentimientos, bueno, supongo que siempre habrá psicólogos disponibles -quienes, por cierto, hace poco también celebraron su “día de…”-.
@jorge_terrones