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viernes, diciembre 5, 2025

Todos somos indios / Enrique F. Pasillas Pineda en LJA

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Con motivo de la celebración reciente del día internacional de los pueblos originarios, Coneval dio a conocer algunas cifras sobre el tema indígena en México. Trasciende que al menos son 11.3 millones los indígenas mexicanos, casi el 10 por ciento de la población total del país. Esto es importante porque la sociedad mexicana en su conjunto tiene una gran deuda social e histórica con los grupos originarios de lo que ahora es México.

Para nadie en este país es ajeno que los pueblos indios han sido históricamente desdeñados, aculturados, discriminados, explotados y despojados de costas, tierras, aguas bosques y montañas a lo largo y ancho del país del que son los pobladores y dueños originarios, aun y cuando muchos mexicanos llevamos en mayor o menor medida sangre indígena en nuestras venas. Y tampoco es una secreto, aunque sí una verdad soterrada e incómoda, la arraigada discriminación social que sufre la mayoría de las personas que se reconocen a sí mismas como indígenas desde que México existe como país y aun antes. Según una encuesta del Gobierno del Distrito Federal, los grupos sociales más discriminados en la Ciudad de México son minusválidos, homosexuales e indígenas. Así que pocos podrán dudar a estas alturas que la sociedad mexicana es, paradójicamente, tan racista como mestiza. Pero aun después de 500 años de discriminación y expolio, los indios de México están ahí, sobreviviendo y resistiendo.

Bien nos recordaron los zapatistas en la rebelión de 1994 que el asunto indígena permanecía ignorado y menospreciado secularmente, que no era un tema, como no lo es hoy, de la agenda pública. De entonces a la fecha muchos son los logros de los zapatistas en los altos de Chiapas y en el resto del país, porque visibilizar a los invisibles y sacudir la conciencia de un país no es fácil. Así llegó la reforma constitucional del 14 de agosto de 2001, que modificó los artículos 1, 2, 4, 18 y 115. Sin duda, fue un paso importante para avanzar en la construcción de una sociedad diversa y de nueva relación entre gobierno, pueblos indígenas y la sociedad. El artículo 2 constitucional se refiere a los derechos de pueblos y comunidades indígenas en el apartado A y a las obligaciones de la Federación, los Estados y los Municipios para con ellos en el apartado B. Además, reconoce la composición pluricultural de la nación, se contempla la definición legal de pueblo y comunidad indígena, la libre determinación y autonomía y se señalan los derechos indígenas que pueden ejercerse en el marco de la Constitución y las leyes con respeto al pacto federal y la soberanía de los estados. Pero a pesar de sus avances, esta reforma se considera insuficiente. Queda mucho por hacer, como la elevación a rango constitucional de los Acuerdos de San Andrés, por ejemplo, y su posterior desarrollo legislativo.

Porque nadie puede dudar sensatamente a estas alturas que los graves problemas de gobernabilidad de México pasan por el trato que las instituciones públicas y privadas, así como la sociedad en general, damos a la cuestión indígena. Casos como el del profesor Alberto Patishtan, preso injustamente desde hace mas de 12 años por delitos que todo indica que no cometió, son paradigmáticos de la justicia que la sociedad mexicana imparte a sus pueblos originarios, quienes muchas veces actúan legítimamente en defensa de sus territorios ancestrales y sus recursos naturales. Así, tan sólo durante el sexenio anterior, se calcula que el gobierno federal repartió concesiones mineras sobre más del 25 por ciento del territorio del país; que en muchos casos se enclava y se traslapa con los territorios históricos de los pueblos indios. Por desgracia hay muchos más ejemplos: Los Rarámuri, arrinconados en las zonas más altas de la sierra de Chihuahua, padeciendo hambre y desnutrición de escándalo, las minas a tajo abierto de multinacionales canadienses que se pretendían abrir en la tierra sagrada de los Wixaricas: Wirikuta, en el altiplano central, entre Zacatecas y San Luis Potosí; el robo del agua a la tribu Yaqui, que ha generado el movimiento Namakasia: “firmes” en lengua yaqui; la prohibición gubernamental de la pesca tradicional de la Corvina que es su sustento milenario en el Golfo de California a los Pai Pai y los Seris, sin que medie causa realmente justificada, o los problemas en Oaxaca con los parques eólicos regentados por multinacionales españolas asentadas en territorios comunales indígenas sin su consentimiento claro.

Hace no mucho, en un viaje, descubrimos por la zona que transitábamos que sobre la carretera había una señal que indicaba la presencia de una comunidad, presumiblemente indígena por el raro nombre. En efecto, ignorándolo, transitábamos por Ko’lew nñimát: la tierra de los Kiliwas. Se trata de un grupo originario cuyos miembros se cuentan en no más de 50, y cuya lengua está prácticamente extinta. Mayor fue el asombro al descubrir la escasez de información sobre su cultura en internet, aunque lo que sí aparece consignado es que dicha nación mantiene un pacto de suicidio colectivo debido a la discriminación de la que son objeto. Los Kiliwas han hecho un pacto de muerte dentro de su comunidad; el cual declara que ninguna mujer kiliwa traerá un solo hijo más al mundo, acabando así con su sufrimiento y extinguiéndose cuando muera el último adulto de la etnia. Simplemente crudo y sobrecogedor, pero real.

México, sin embargo, forma parte de una serie de tratados y convenciones internacionales cuya observancia es obligada para particulares y desde luego por autoridades, pues en términos de la interpretación jurisprudencial de La Corte, son ley suprema junto con la Constitución.

No todo es ni puede ser en este país pactos por México, narcotráfico y reformas energéticas. “Mover a México” pasa ineludiblemente y de una vez por todas, por la cuestión indígena. México no puede ser un país que se respete a sí mismo, un verdadero estado social y de derecho, ni un país en paz mientras siga discriminando y exterminando a sus más de 60 etnias originarias.

@efpasillas

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