Cuando Jeff Bezos presentó el Kindle, la digitalización de documentos, los pininos de los e-book ya habían comenzado. Su aportación tiene otro sentido: comodidad y oferta. Lo primero: su tableta no daña la vista, es de bolsillo, es bastante ligera y le caben cientos de libros. Lo segundo: la cantidad de libros que están disponibles en línea es desbordante. Poco a poco ir a las ferias de libro o a las librerías, sólo para comprar libros, se está convirtiendo en una actividad anacrónica. Quien tenga una tableta sabrá a qué me refiero.
La transformación de la lectura en una extensión informática (pdf, doc, etc.) es una consecuencia natural de la irremediable hambre de inmediatez que exigimos: sucedió algo, queremos saberlo en el momento; se murió alguien, demandamos información en tiempo real; nos ocurrió cualquier cosa, necesitamos compartirla cuanto antes. Si hablamos de textos: creo que la acción inmediata después de la lectura (parcial o total) de una obra es opinar. Para ello tenemos dos opciones: el café o seleccionar una parte del texto, presionar “share” y comentar en línea. No estoy diciendo nada nuevo y estas palabras parecen más dignas de un comercial que de otra cosa; sin embargo, he tratado de decir que la virtualidad ha modificado la manera de relacionarlos con la literatura y con otros lectores (ahí tenemos los libros que se han pensado para los nuevos dispositivos: Blanco y The Wasteland para iPad, por ejemplo). ¿Qué pasa con otra parte del arte? ¿Tendrá sentido ofrecer pinturas, grabados, fotografías de manera virtual?
Dos de las noticias culturales más atractivas de la primera semana de este mes tienen al mismo protagonista: Bezos. El 5 de agosto se anunció que el dueño de Amazon había comprado The Washington Post por cerca de 250 millones de dólares (dentro de unos años, seguramente, el diario tendrá su contenido únicamente en línea). Un día después, en Amazon.com, una nueva categoría de búsqueda y compra se abrió a los usuarios: Fine Art. Me parece lógico que el periódico de la capital norteamericana tienda a cambiar porque el contenido es digitalizable. ¿El arte lo es?
Varios sitios de internet han intentado crear galerías para que los usuarios (¿espectadores?, ¿compradores?) busquen alguna obra y paguen por ella: Artsy, Artspace, Gallery Direct, por mencionar un puñado. Hay una clara diferencia entre ver un museo en línea y consultar el catálogo de una galería desde su sitio de internet. Los que están en la primera categoría tienen el propósito de aproximar el arte a gente que no tiene la posibilidad de ver en carne propia una determinada obra y crear una experiencia que de algún modo permita al usuario “andar” por los pasillos como lo haría un espectador dentro del museo. Para los que están en la segunda, lo anterior es insuficiente: el objetivo de la galería es vender; el del usuario: comprar.
No sé si todos los compradores de arte estén dispuestos a desembolsar enormes cantidades de dinero por una obra que no han visto de frente; pero al parecer esto les importa poco: según el reporte levantado por Deloitte’s 2013 Art and Finance Report junto con ArtTactic indica que el 83 por ciento de los coleccionistas compran arte porque son motivados por “valores emocionales”: avaricia pura. Se entiende, por tanto, que es gente que lo mismo compra un Ferrari que un Warhol por mera diversión. Pero la mayoría de los sitios, por no decir todos, que ofrecen esa clase de productos son especializados. ¿Será lo mismo comprar un cuadro en una empresa que se centra en vender pinturas y nada más que eso, que en un lugar donde lo mismo se pueden comprar pañales que obras de más de 4 millones de dólares? Amazon sigue el mismo mecanismo de oferta de libros: no siempre hay opinión de expertos acompañando al libro; las reseñas las puede escribir cualquier hijo de vecino; no tiene claro qué tipo de arte vende: ¿contemporáneo?, ¿vanguardias?, ¿impresionismo?; no crea una experiencia distinta a la de otras galerías en línea: a lo más presenta cómo se vería la obra seleccionada en una sala acondicionada con una pequeña mesa y un pequeño sillón (¿el arte como un mero adorno?). Cualquier pieza así se ve ridícula.
¿Para qué, entonces, Fine Art? Es una esponja que ha absorbido cerca de 150 galerías con producción de más de 4 mil 500 artistas; empero, imaginemos entrar a un espacio con estas características: saldríamos de ahí porque no se muestra orden.
La virtualidad ha modificado la plataforma de lectura y, por consiguiente, la forma de entender los libros. Tendrá que pasar algo extraordinario para que la experiencia de estar en contacto físico con una obra (adquirible o no) se digitalice. Mientras tanto, prefiero asomarme por la Kindle store que por Fine art.
@jorge_terrones