Los humanos constituimos un fenómeno bastante interesante para el estudio, diría Mecano: “El hombre se ha enamorado de su propia creación”, y es que el concepto de hombre como ente social es una creación de varios miles de años que poco tiene que ver con sus condiciones biológicas. Si lo analizamos con detenimiento, contados seres vivos cuentan con tan pocos mecanismos naturales para valerse por sí mismos ante un entorno en el cual podemos ser consideramos un elemento de la cadena alimenticia; no tenemos garras, nuestros dientes no son de combate, no producimos sustancias tóxicas defensivas, todo esto claro, hablando de procesos biológicos naturales que se desarrollen al interior de nuestro organismo. Sin embargo, hemos hecho de un recurso la piedra basal de nuestro dominio terrestre: el intelecto, que algunos llegan a refinar al grado de inteligencia. Toda nuestra vulnerabilidad natural la hemos acorazado con artilugios variopintos, desde corazas y abrigos portátiles, hasta vacunas y medicinas, e incluso leyes para regular la convivencia.
Más allá del impulso vital natural de sobrevivir, un rasgo distintivo de la humanidad ha sido la curiosidad. A partir de la observación meticulosa del entorno, nuestros ancestros fueron descubriendo fenómenos de los cuales podrían obtener mayores réditos que lo que les daría la naturaleza como tal, y de ahí se logró domesticar al fuego, la producción de alimentos, la convivencia en grupo e incluso la transmisión de experiencias significativas a otros miembros del clan o entre clanes.
En este último terreno, desde que la historia es tal, hemos podido constatar al menos dos actitudes ante la propiedad de los bienes intelectuales: aquellos que han hecho lo posible por difundir sus hallazgos, escribir libros, abrir academias, compartir su saber con una apertura ya sea total o acotada, pero con la conciencia de la finitud temporal de la persona, y la imperiosa exigencia de hacer trascender lo descubierto, la vida, no tú ni yo, la vida, diría Jaime Sabines; la otra casi contrapuesta de grupos sectarios, que enclaustran sus conocimientos y los dosifican de manera endogámica entre los iniciados y nada más, con la consigna de no revelar al mundo sus secretos, so pena incluso de muerte, como se dice que prevalecía entre los Pitagóricos.
Este gusto por descubrir, por entender, ha producido hitos espectaculares. Los griegos destacan por el grado de desarrollo intelectual que alcanzaron, ya que armados sólo con su pensamiento abstracto y su disciplinada observación, lograron estimar la circunferencia de nuestro planeta, sentaron bases matemáticas que siguen vigentes hoy día, formularon principios físicos que nos explican fenómenos cotidianos, buena parte de las lenguas occidentales fueron acunada en el griego, entre muchos otros aportes. El punto de partida ha sido usualmente la reflexión: alguien concibe una explicación para un suceso, puede ser de momento relevante, o no, e inicia el recorrido para recabar la evidencia objetiva que confirme su producto intelectual. En ese proceso, es posible que no cuente con herramientas físicas o lógicas para recabar toda la evidencia objetiva necesaria para demostrar su intuición inicial, y es posible que entonces se embarque en la empresa de construir las herramientas necesarias que permitan constatar o desmentir la idea concebida. En esa empresa logrará construir y ejecutar la prueba para afirmar su idea, o tendrá que refinarla y en última instancia desecharla, optando por nuevos derroteros intelectuales.
Este refinado afán por saber, esta necesidad por explicar el mundo y sus particularidades han dado origen a herramientas muy sofisticadas, de los lentes de aumento, que fueron lupas y se han transformado en telescopios espaciales y microscopios o colisionadores de partículas; de los sextantes a los sistemas de posicionamiento global y la tecnología de identificación por radio frecuencia; del correo al telégrafo y a las telecomunicaciones. Todas herramientas que fueron consecuencia de la aplicación del método científico y que a su vez tienden a perfeccionarlo.
Esta producción del quehacer humano, el acervo intelectual requirió que alguien sancionara la veracidad de los productos intelectuales, que no fuera necesario que cada usuario de las teorías, las hipótesis, las conclusiones de terceros, tuvieran que confirmarlas personalmente antes de hacer uso de ellas. En su momento los juicios personales que avalaran los contenidos particulares podían bastar, luego las naturales divergencias de opinión obligaron a la constitución de sociedades científicas que se avocaran a sancionar la veracidad y relevancia de la producción intelectual y finalmente hemos llegado a nuestros días al régimen de las revistas científicas, al imperio de los journals.
Si una persona aspira a dedicarse de manera profesional a la ciencia o al desarrollo de tecnología, descubrirá muy pronto que su éxito y bienestar estará condicionado a su capacidad para publicar sus productos en una revista con arbitraje, esto es, que una revista cuyo equipo editorial cuenta con personas con autoridad para determinar si el artículo que consigna un hallazgo científico o propuesta tecnológica reúne los méritos suficientes para ser difundidos entre la comunidad lectora de tal medio. En ciertos círculos académicos prevalece la expresión publish or perish!: publica o perece.
Como podrá imaginar el lector, este proceso de arbitraje es susceptible de distorsiones, es posible que algunos comités editoriales impriman sesgos a lo que evalúan y si un trabajo proviene de cierta universidad, de determinado país, o si no es firmado por uno de los integrantes de un grupo particular, difícilmente obtendrá el ansiado aval y verá la luz con el medio dorado. Por otra parte, para mejorar las posibilidades de ser publicado es muy útil incluir citas a otros trabajos, de preferencia publicados en la revista que avalará el artículo que aspira a ser legitimado, por lo que vemos artículos con varias decenas de referencias a una colección heterogénea de publicaciones. La cantidad de trabajos sometidos a evaluación para ser publicados hace que algunos de los artículos tarden años en llegar a ver la luz en una revista, más si esa revista tiene un alto impacto, si el medio de difusión es catalogado como una autoridad influyente.
El lector podrá colegir que un artículo científico está basando en la noble aspiración de compartir el conocimiento, pero también está afectado por la necesidad del autor de los beneficios asociados a ser el primero en dar a conocer esa nueva parcela del saber. No es lo mismo confirmar lo que otros dieron a conocer, a ser el que por primera ocasión en la historia dio con la prueba incontrovertible, a ser el creador, el padre (en su caso la madre), de una nueva teoría, de un conocimiento original, dicen. Esta carrera por ser los primeros en crear conocimiento ha dado lugar a equívocos y que ciertos artículos contengan resultados que no son confiables, pero que la urgencia de publicar haya hecho que las pruebas se sesgaran a favor de la evidencia anhelada. Quiero pensar que, pese a la autoridad y experiencia de los comités que efectúan el arbitraje, los medios que publican saben que pueden consolidar y ampliar su influencia si a su vez son los primeros en difundir los aportes que harán historia, por lo que no es tan complicado pensar que a su vez, viven la urgencia de publicar antes que los demás. David Vaux, investigador de procesos celulares, descubrió algo que consideró positivo para tratamientos a ciertas patologías, hizo sus experimentos, validó sus resultados y una prestigiosa revista publicó sus hallazgos. Al continuar su trabajo en esa misma línea de investigación descubrió que su hallazgo previo no tenía sustento, que no era reproducible. Se apresuró a preparar un nuevo artículo refutando su publicación anterior, se aseguró de tener mejor soporte para este nuevo producto y para su sorpresa, la revista le negó la posibilidad de publicar su nuevo artículo, lo único que le concedió fue un corto espacio para declarar que refutaba el artículo de marras. Ese equívoco producto ha sido citado 700 veces después de la declaración del error.
Encomiable la humildad del profesor Vaux, quien ha hecho todo lo posible por manifestar su error y buscar evitar que su equívoco sea base de posteriores errores. Interesante estudiar la postura de la revista que se rehúsa a reconocer su corresponsabilidad. Todos estamos expuestos a equivocarnos, pese a nuestra mejor intención, sería sano ser lo suficientemente humildes para señalar nuestros errores y poder corregir en tiempo. Si juzgaremos la veracidad de algo, ser suficientemente honestos y cautos para emitir juicios justos y en caso de error tener la apertura de reconocerlo.