El escritor Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo, 1927) falleció la tarde de este jueves 17 de abril en su casa de la Ciudad de México
Una vida a través de muchos mundos
Como todo joven ajeno a la era de la televisión, el joven Gabriel se refugió en los libros de aventuras como Viaje al centro de la tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la tierra a la luna, Moby Dick, pero sobre todo en los universos de Emilio Salgari a quien reconoció muchas veces como su primer amigo cálido e incondicional en su etapa de estudiante.
Años después, ya instalado en la ciudad de Bogotá para convertirse en abogado, afirmaría: “Los internados grises parecen perseguirme”. Nuevamente la literatura los salvaría del tedio, más esta vez la de hechura propia.
En las tabernas cercanas a la facultad conocería a jóvenes poetas, artistas, bohemios e idealistas. Álvaro Mutis, Plinio Apuleyo y Camilo Torres, lo animarían a darle cauce a esos cuentos a los que todas las noches dedicaba un par de horas. Sería en el periódico El Espectador donde por primera vez vería la luz una serie de relatos firmados con su nombre.
Los convulsos años políticos influyeron en su decisión de abandonar la carrera de Derecho para dedicarse al periodismo, sobre todo cuando tiempo después su querido amigo Camilo Torres fuera asesinado tras haberse convertido en guerrillero.
Irónicamente sus primeros escritos serían confiscados y quemados por la policía tras inspeccionar la pensión de estudiante donde vivía. Sin embargo se salvaron los borradores de algunos relatos y el esbozo de una novela a la que en principio tituló La casa y que años más tarde sería conocida como La Hojarasca.
Después de trasladarse en 1949 a Barranquilla entró a trabajar como reportero a los diarios El Universal y El Heraldo de Barranquilla.
En esa época comenzó también a vivir la bohemia con el llamado Grupo de Barranquilla que estaba integrado principalmente por periodistas, poetas y escritores, todos ellos encabezados por el dueño de una librería de viejo llamado Ramón Vinyes, quien hacía las veces de maestro de literatura, gurú ideológico del grupo, sin mencionar la de un segundo abuelo para García Márquez. Mientras tanto continuaba con la redacción de su primera novela, ya para entonces titulada La Hojarasca.
1955 sería sin duda un parteaguas en la vida de Gabriel García Márquez. Todo comenzaría en una borrachera con el grupo de Barranquilla, quienes para entonces ya habían abortado el proyecto del periódico Crónica, en el que Gabriel fungió brevemente como jefe editorial.
Una noche se sumó al grupo el periodista Jorge Gaitán Durán, quien tenía entre manos el proyecto de comenzar una revista de literatura completamente distinta a lo que hasta entonces se había hecho en Colombia.
La revista Mito marcaría un antes y un después en el periodismo colombiano y también en la vida de García Márquez, quien se animó a publicar un capítulo de La Hojarasca en uno de los números. Al poco tiempo ganaría gracias al texto el primer reconocimiento de su vida, el de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia. A partir de entonces su nombre comenzó a ser reconocido como el de un periodista que también era escritor… y viceversa.
Precisamente por ese estilo que navegaba sin dificultad entre ambos géneros se ganó la antipatía de los censores del régimen del general Gustavo Rojas Pinilla, quienes después de leer varios artículos de García Márquez donde con alegorías literarias criticaba las políticas gubernamentales, amenazaron con cerrar El Espectador por orden directa del militar.
Los directivos del periódico decidieron convertirlo en corresponsal y es comisionado a cubrir en Italia los pormenores de la sucesión del enfermo Papa Pío XII y se le autoriza una estadía de algunas semanas que a la larga se convirtieron en cuatro años.
Decide aprovechar su estadía en Roma para inscribirse en la Escuela de Cine Experimental, en la que da cauce a esa avalancha de ideas, historias y composiciones visuales que fue generando secretamente durante sus años de cinéfilo en Colombia.
Sin embargo su suerte cambiaría radicalmente cuando el periódico El Espectador es finalmente forzado a cerrar sus puertas y Gabriel queda abandonado sin fondos en Europa y ante la disyuntiva de regresar a Colombia a comenzar nuevamente de cero.
Según llegó a confesar a sus amigos, en París comía o medio comía sólo una vez al día. Sin embargo el hambre y las penurias económicas no le impiden escribir La mala hora, que años más tarde tendría una gran influencia en la composición de El coronel no tiene quien le escriba.
Su vida en México
La llegada del escritor a este país a finales de la década de los cincuenta fue descrito por él mismo, con un sentido del humor muy colombiano, como “el encontronazo entre la guayaba y el chile para dar paso a un nuevo sabor”. Este país fue fundamental en la vida de García Márquez “Sin los recuerdos que me inspiró México nunca podría haber escrito Cien años de soledad”, confesó en varias ocasiones a sus amigos más cercanos.
Álvaro Mutis se convirtió en su guía en tierras mexicanas cuando él y Mercedes llegaron con el pequeño Rodrigo de tres años y los alojó en el edificio Bonampak de la calle de Mérida, en la colonia Roma y después en Renán 21 en la colonia Anzures, el cual estaba amueblado solamente con un colchón doble en el suelo, una mesa, un par de sillas y un moisés para el pequeño Rodrigo. Al cabo de tres años nacería en México su hijo Gonzalo.
Encontrar trabajo fue una tarea difícil, a veces surgía alguna oportunidad, pero sus papeles de residencia no estaban del todo en orden y los pagos se atrasaban constantemente. Mercedes y Gabriel se formaban entonces durante horas en la Secretaría de Gobernación para realizar aquellos trámites.
Su primer contacto con la literatura mexicana fue gracias a dos libros que una tarde le trajo Álvaro Mutis: Pedro Páramo y El llano en llamas. “Tienes que leerlos para que aprendas cómo se debe escribir”, le dijo su amigo, sin saber el impacto que ocasionaría en Gabriel, quien quedó pasmado con la riqueza de estilo de Juan Rulfo.
A la par de ese primer acercamiento con los autores nacionales, las deudas se acumulaban día con día, el casero tocaba a la puerta de forma cada vez más grosera y Gabriel aceptó realizar colaboraciones para la Revista Universidad de México y gracias a su amigo Max Aub, entonces director de Radio Universidad, tuvo una serie de intervenciones habladas para la estación.
Cuando en 1962 nació Gonzalo, su segundo hijo, el colombiano recibió las esperadas regalías atrasadas de sus novelas El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de Mamá Grande y La mala hora, y con ese dinero se mudó del departamento de la colonia Anzures a una casa más confortable ubicada en Iztaccíhuatl 88, en la colonia Florida.
Comienza la aventura de los Buendía
Un día, Álvaro Mutis, pasó por él a bordo de un viejo Ford rojo y le dijo que lo iba a llevar de viaje a un paraíso mexicano llamado Veracruz, que se asemejaba mucho a su tierra natal. El escritor se enamoró a primera vista de aquel lugar y decidió al poco tiempo instalarse con su familia en esa cálida región.
Cierta mañana, a bordo de un autobús, mirando los soleados paisajes de tierras jarochas, tuvo la visión de su tierra natal, y más aún, de una historia épica, arquetípica y fantástica desarrollada en el contexto latinoamericano como testimonio de su complejidad, riqueza y diversidad de culturas. Gabriel comenzó a escribir Cien años de soledad.
Tecleó furiosamente en su máquina de escribir por más de 14 meses en el estudio al que llamaba “La cueva de la mafia”. Su agente oficial desde 1962, Carmen Balcells, le consiguió un contrato de mil dólares por la publicación de sus cuatro novelas conocidas en Estados Unidos, y aunque García Márquez se quejó en un principio por la suma, pensó que le sería suficiente para concluir su proyecto.
Se apartó por completo de las reuniones sociales y de intelectuales. Se cuenta que durante el proceso de creación de Cien años de soledad sufrió de fuertes dolores de cabeza que no lo dejaban en paz hasta que la concluyó. Tiempo después confesaría: “Me sentía poseído, como si mi cuerpo entero y mi alma estuvieran colonizados por la novela”.
Los capítulos originales los leyeron, entre otros, el crítico literario Emmanuel Carballo, quien de inmediato aseguró encontrarse con una obra maestra. La novela no se editó en Era, sino que la envió a la casa de publicaciones de origen argentino Sudamericana.
Para pagar la correspondencia del manuscrito, el autor y su mujer tuvieron que formarse por varias horas en el Monte de Piedad del Centro Histórico para empeñar el secador, la batidora y el calentador. Mercedes le comentó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
En pocos días los directivos de la editorial le respondieron con un contrato y una suma de adelanto sin precedentes en América Latina, 500 mil dólares. Con aquel dinero terminarían finalmente sus penurias económicas. En México, Cien años de soledad no sólo fue recibida con entusiasmo por Carlos Fuentes y otros amigos de Gabriel García Márquez, sino por los mismos lectores cuando vio la luz un 30 de mayo de 1967.
A los 15 días se preparó una segunda edición de diez mil ejemplares y en toda América Latina había una gran demanda. En México se solicitaron veinte mil ejemplares y en países extranjeros querían publicarla en su idioma. Todos hablaban de la novela ilustrada por Vicente Rojo. En tan sólo tres años vendió 600 mil ejemplares, y en ocho, aumentó a dos millones, el resto es historia.
Con la partida de García Márquez se va también una de las principales voces que predijeron la omnipresencia de la cultura latinoamericana en todo el orbe.
Con información de Conaculta




