Sí, díganme ¿qué comen los fantasmas? Unos dirán que nada, que ya no necesitan materia para subsistir. Otros dirán que aromas, así como dicen que ocurre en los altares de noviembre: vienen los difuntos y se comen el aroma de las ofrendas. Muchos me dirán que soy una necia, que esa pregunta es un absurdo, porque los fantasmas no existen y lo que no existe pues no tiene que comer. Claro, los menos escépticos y sin mis dudas de fogón dirán que se alimentan de la energía eléctrica: beben de la computadora y comen del motor del refrigerador, para manifestarse o hacer tropelías.
Claro, sería un hito hablar de comida fantasmagórica, y no me refiero a los panquecitos y galletas temáticos, o a los platillos de la cocina molecular con sus vahos de hielo seco, sino a comida fantasmal de verdad. Por ello, esta vez les ofrezco un menú del siglo XIX y principios del XX: cuentos escritos por mujeres, cuentos de fantasmas compilados por Sebastián Darío Beringheli, publicados en una antología de la editorial Cal y Arena: Ella, fantasma.
Me gusta pensar que una antología es como una caja de chocolates, de esas que ya he nombrado en esta columna: decoradas, rebosantes y con la promesa de sabores varios. El auge de estas cajas ocurrió en la época victoriana. Curiosamente, muchas de las autoras de Ella, fantasma pertenecen a ese periodo. Todas son angloparlantes, por lo que la antología ofrece otro mundo en toda la extensión de la palabra. Por supuesto, como ocurre con una buena caja de chocolates, hay buen surtido. Creo que el libro ofrece cuentos para todos los gustos fantasmagóricos, desde los tradicionales hasta los sicológicos. He tenido que devorar todas las piezas para descubrir mi sabor favorito. Terminé saboreando un cuento no sólo porque me pareció sabroso sino porque creo que es uno de los mejores cuentos de fantasmas que he leído: se trata de “El tapiz amarillo” de Charlotte Perkins Gilman. Supongo que algunos probables lectores compartirán este gusto o bien su sabor favorito será otro. Aquí una cita:
“Durante una temporada escribí, a pesar de las opiniones en contra; pero lo cierto es que me agota bastante. Tener que hacerlo con tanto disimulo, siempre bajo el riesgo de encontrarme con una firme oposición…”.
El hecho de que estos cuentos estén escritos por mujeres no los hacen mejores o peores, literariamente hablando, pero sí ilustra un hecho histórico: el momento en que las escritoras pudieron ejercer y dar a conocer su trabajo gracias a la publicación en revistas. Algunas autoras usaron seudónimos y muchas estuvieron a favor o en contra del surgiente feminismo. En las breves pero certeras fichas bibliográficas que nos brinda el compilador, podemos entender el momento histórico de estas mujeres y en muchos casos su disyuntiva entre su profesión y su rol tradicional. Sí, son autoras del siglo XIX y XX, por eso debe sorprendernos que, hoy por hoy, estos conflictos sigan vigentes.
Siempre he tenido mala memoria para los nombres y las fechas, en cambio recuerdo olores, colores, sensaciones y gestos. Por ello, cuando empezé a leer libros, trataba de memorizar sólo el apellido de los autores. Muchas veces el hecho de que fueran extranjeros lo complicaba todo. Esto provocó que nunca me fijara si había leído un escritor o una escritora. Lo que leía era la obra no el género de quien la había escrito. Tardé años en percatarme que existía un prejuicio al respecto. Odio cuando alguien sentencia, ante la obra de Yourcenar o McCullers, “y está escrito por una mujer”. ¿En serio, les sorprende que una mujer escriba así? Esto insulta la inteligencia humana.
Ella, fantasma pretende recuperar a algunas de estas escritoras, que por razones diversas en su momento no tuvieron el palco de sus colegas hombres. Insisto, el lector debe aprender a leer la obra y no usar como referencia el género del autor, pero sí en cambio conocer el contexto histórico para descubrir, entre líneas, la historia de nuestra sociedad y sus prejuicios.
Todos conocemos alguna historia de fantasmas. Es común que los aparecidos anden errando de aquí para allá porque están atormentados por algo que hicieron en vida. En muchos de estos relatos, llama la atención el hecho de que las mujeres han sido castigadas por pecadoras. La inmoralidad tiene rostros variados, como si hubiera sido tallada bajo los ojos de una mosca inmunda. En estos cuentos, la maternidad también es personaje, no sólo como esa idea romántica y dulce, sino con toda la complejidad y la tragedia que puede acompañar. Estos cuentos no son estandartes del feminismo, son cuentos de aparecidos, pero, como lo dije antes, muestran elementos del mundo femenino que pueden ser poco gratos o verdaderos tabús.
En varios cuentos, el fantasma simboliza la imposibilidad, lo que no ha sido, la frustración, ese lugar del subconsciente que no ha salido a la luz por razones que escapan a nuestro control. De alguna forma, podemos decir que el fantasma es el símbolo del vacío. La locura, el suicidio y la depresión flotan en la representación de un mundo que comenzó a ser poco cordial para el ámbito femenino. Un mundo en el cual, todavía, las mujeres vivas son los verdaderos fantasmas de las historias. Dicho lo anterior, yo misma podría contestar la pregunta. ¿Qué comen los fantasmas?: se alimentan de nosotros mismos.
Terminemos la minuta con una última cita, valga como invitación para saborear este libro. De “La cámara secreta” de Margaret Oliphant: “Un fantasma es un signo de importancia, algo para nada menospreciable; un cuarto encantado vale tanto como una pequeña granja para la familia que lo posee”.
