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viernes, diciembre 5, 2025

Un poco fascista / Juego de abalorios

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“Quizá soy un poco fascista”, comentó una ciudadana israelí después de afirmar que lo mejor sería que la ciudad de Gaza fuera completamente destruida. Independientemente de las posturas personales, las opiniones, las ideologías, los afectos o desafectos; la frase, dicha por quien la dijo, dicha en el momento en el que la dijo -como parte de una entrevista a un grupo de “turistas” que acuden a observar en vivo el bombardeo de zonas palestinas por parte del ejército de Israel-, resulta alarmante. A pesar de la difusión extensísima que se ha hecho de lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial; a pesar de que un mínimo de perspectiva histórica sería suficiente para que la joven comprendiera por qué su dicho es desconcertante y profundamente decepcionante, ella festeja su gracejada con risas.

Ferdinand de Saussure planteaba que la intervención del tiempo imponía a la lingüística algunas dificultades que la obligaban a tomar dos rutas distintas. Por un lado, estaba el análisis del sistema -una lengua- en un momento específico; por el otro, se encontraba el estudio del cambio de un elemento a través del tiempo. Todas las ciencias, afirmaba, deberían ser más escrupulosas al señalar en cuál de los ejes se situaban sus objetos de estudio: en el de las simultaneidades o en el de las sucesiones. Específicamente, las características de la lengua hacían imposible estudiar simultáneamente las relaciones de los signos en el tiempo y sus relaciones en el sistema.

Saussure continúa siendo fundamental, literalmente, para la lingüística moderna; sin embargo, algunos de sus postulados han sido atenuados, adaptados o modificados, y dialogan con sus respuestas. Actualmente, la frontera entre diacronía y sincronía es más amable. Existen fenómenos que ocurren de manera sincrónica -por ejemplo, la convivencia de dos significados aparentemente opuestos de una palabra, digamos “andar”, que bien puede referirse a “caminar” o a “estar”-, y cuya explicación sólo es posible a partir de un análisis diacrónico. En otras palabras, más que una sucesión de “estados” de la lengua, lo que ocurre con el tiempo es una acumulación; fonemas, morfemas, palabras, frases, significados, usos, son modificados, pero no siempre son sustituidos, de manera que el retrato de un momento específico, es también el retrato de la historia que llevó a ese momento.

El presente; es decir, la disposición actual de nuestras afiliaciones, fobias y dinámicas sociales, es, por supuesto, susceptible de ser analizado de manera sincrónica. Podemos trazar el mapa de la realidad reinante e intentar comprender las relaciones entre individuos, grupos, sociedades y naciones; incluso podemos comprender algunos conflictos y tensiones, identidades y distensiones. Pero el presente es también pasado. Lo que ocurrió no es meramente la causa, lo que ocurre no es nada más un efecto. El presente es, por decirlo de alguna manera, superficie y profundidad; todas las capas, todos los años, están, valga la insistencia, presentes. El hecho, la acción, el discurso, la batalla y el pacto no sólo son el antecedente para el estado, la reacción, la opinión, la victoria y la unión, sino que concurren con ellos. Es decir, no pasaron, continúan pasando.

La irreflexiva división entre sincronía y diacronía ha conducido a notables aberraciones. Una de ellas, aceptadísima y no por ello menos desagradable, es la fea costumbre de llamar arcaísmos a palabras de uso cotidiano y, podría decirse, masivo. “Calentura” decimos en México, “fiebre” dicen en España; “alzar” aquí, “recoger” o “levantar” allá; los de afuera nos resultan “foráneos”, a otros les parecen “forasteros”; por estos rumbos nos “desvestimos”, por aquellos se “desnudan”. La cuestión es que “calentura”, “alzar”, “foráneo” y “desnudarse” son perfectamente actuales, a pesar de su edad, y el hecho de que en otras regiones de nuestra lengua no se utilicen, no las vuelve arcaicas. El español con más hablantes en el mundo es el mexicano, así que por puro poder de la muchedumbre; si la palabra se usa aquí, su vigor es incuestionable. Calificar de arcaísmos dichas palabras es imponer una visión diacrónica a una contundente realidad sincrónica; por supuesto que las palabras surgieron en un momento del pasado, claro que cayeron en desuso en ciertas regiones, pero su permanencia en el dialecto con mayor número de hablantes no hace sino refrendarles su carta de vigencia.

Aberrante es también la postura de los medios frente a la historia. Si bien, la aparición de revistas y programas especializados, e incluso el surgimiento de canales dedicados originalmente a la divulgación de la historia, parecen buenas noticias, lo cierto es que en realidad estos esfuerzos han contribuido al divorcio entre presente y pasado, a la desvinculación entre lo que vivimos y sus explicaciones. Lo que ocurrió es visto desde una perspectiva, digamos, “pasadista”; lo que ocurre se lee sin conciencia temporal. De ahí que seamos incapaces de juzgar ideologías, odios, movimientos y banderas originarios de otros tiempos como realidades del presente y, por tanto, las tachemos de resabios o residuos. Las secciones “históricas” de los medios exploran sus propios caminos y se convierten en espacios de nostalgia; personajes y periodos aparecen como realidades terminadas, a las que extrañamos o de las que nos libramos, pero ajenas finalmente.

Egresados de electrónica incapaces de explicar qué es un transistor; estudiantes universitarios sorprendidos porque la ciudad de Roma aún existe; presidentes que ignoran la fecha de la expropiación petrolera y lo que leen y leer; profesores que se han sustituido a sí mismos con películas; canales de historia obsesionados con los fantasmas; divulgadores de la “ciencia” que son expertos del fenómeno ovni. La incompatibilidad entre lo que sabemos y lo que deberíamos saber, la incapacidad para comprender que pasado y presente no son objetos de disciplinas distintas y no constituyen realidades aisladas, susceptibles de análisis independientes, nos ha llevado a convertir la historia en decoración de las televisoras, lujo de los periódicos y capricho de los viejitos.

La escisión entre ayer y hoy es de tal magnitud, que hay quien puede escuchar toda su vida sobre los horrores del Holocausto, llorar sinceramente y sinceramente condenar lo inhumano; y después cambiar de canal, ir a un tour de bombardeos y llamarse, sinceramente, fascista.

joel.grijalva@gmail.com

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