Birman o La inesperada virtud de la ignorancia (2014) con justa razón se ha metido en la lucha de los Oscares, Alejandro González Iñárritu tiene una propuesta arriesgada, pero al final de cuentas hollywoodense, a pesar de la crítica a todo el establishment, pues después de todo juega con varios elementos que tanto gustan a la poderosa industria de cine norteamericana: un reparto del star-system, un hombre guapo y arrogante de actor principal, la sexy adolescente con problemas de drogas, un proyecto fracasado que precisamente en su patético desarrollo deviene en éxito, incluso hasta la escena lesbiana protagonizada por Naomi Watts.
Su fotografía es sensacional, ese primer plano realmente funciona para hacernos entrar a la atmósfera del teatro tras bambalinas desde un doble punto de vista, pues de un lado conocemos los rincones más recónditos, ya sea los largos pasillos, los tristes camerinos, los espacios de utilería o un ático que sirve de liberación para el fumador que sufre de disfunción eréctil (al contrario de su ego muy firme) o para la yonqui cuyo estrés post tratamiento antidrogas la hace buscar la adrenalina sentada en la marquesina; pero de igual forma esta cámara que sigue a los personajes nos da cuenta de los diversos problemas que se entrecruzan en la vida real de los actores. De hecho este movimiento de cámara nos hace sentir que caminamos detrás de los actores, además de marearnos, nos vuelve parte de la obra de teatro y de la obra cinematográfica, el cine dentro del teatro y viceversa, un justo homenaje de Iñárritu al sexto arte, pues de alguna forma recuerda que no sólo el celuloide proviene de la dramaturgia, sino que tarde o temprano a ella regresa, como lo hace justamente Riggan, al dejar las grandes producciones de superhéroes y retornar a la fuerza e impresión de la actuación en vivo y a todo color.
El asunto de la locura o ira que guarda el actor principal permite a Iñárritu explorar las facetas de la personalidad, pensemos en este duelo donde discuten Riggan y su alter ego, Birdman, este último incitándolo a que regrese a hacer películas de grandes presupuestos y aquel evitándolo, a costa de destruir objetos mediante sus súperpoderes como catarsis de la obsesión de querer encasillarlo en el hombre pájaro. Y bueno, para encarnar al héroe de blockbuster nadie mejor que un Michael Keaton que dio fama en la vida real al mejor Batman que se ha filmado hasta ahora, el de las películas de Tim Burton.
Pero tal vez lo que me parece más entretenido de la cinta es la crítica a la crítica, pero no a cualquier clase de opinión, sino aquella que se erige en el principio de autoridad, es decir la que se transforma en una especie de patente de corso, de palabra sagrada, cuya opinión es determinante para crear y destruir obras, fuera de su valor estético real y sólo como base en la verdad soy yo. Y es que dioses de la información hay muchos, su pensamiento trasgresor, su carrera brillante, o su ética periodística los transforma más que en punto de referencia, en absolutos a los que no se puede cuestionar. Y es contra ellos que el director de teatro de lanza cuando filma entronizada discusión con la periodista de un influyente rotativo que amenaza con destruir su obra a pesar de que no la ha visto, prohibido hacer hagiografías es lo que parece decir el también director de Amores Perros.
¿Película que es arriesgada? Ni tanto, cierto que ese famoso y muy mencionado primer plano incomoda al espectador, que algunas discusiones o monólogos nos hacen compartir el estrés de los protagonistas; sin embargo, el final feliz será siempre dentro de los cánones del cine de Hollywood, una crítica suave, como le gusta al mainstream cinematográfico al cual ya pertenece sin lugar a dudas nuestro compatriota, y así toda su propuesta se diluye cuando lo vemos en ostentosas alfombras rojas recibiendo premios, la intención es sólo un mecanismo legitimador de su cine. Al final de cuentas es un showman como Riggan, éste pretendiendo suicidarse y sólo dispararse en la nariz; González Iñárritu por su parte con una sátira complaciente que representa un falaz suicidio; después de todo, ¿quién le da patadas al pesebre?