Anguilas al galope / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
02/12/2024

En el libro El Padrino (1969), su autor, Mario Puzo, describe en un par de párrafos el modo en que la familia Corleone mandaba una advertencia. Aquí un fragmento:

“Separada del cuerpo, la negra y sedosa cabeza del caballo Jartum estaba rodeada de un gran charco de sangre. Los tendones, blancos y delgados, pendían; el morro estaba cubierto de espuma, y aquellos ojos grandes que habían brillado como el oro tenían ahora un vidrioso color apagado.”

Esta imagen se transforma en memorable gracias a la película basada en dicha novela. La cabeza de un caballo sangrienta entre las sábanas de seda que cubren a un ficticio director de Hollywood. El mensaje equino de los Corleone ha sido reproducido hasta en caricaturas. Es una imagen icónica.

Durante siglos, el caballo fue medio de transporte, herramienta de trabajo y arma vital para la victoria de los conquistadores. El hombre y el caballo, en varias civilizaciones, fueron uno. La imagen del centauro no es gratuita, es la representación de un estado ideal. En casi todo el mundo, ahora la tecnología prevalece. De hecho, la potencia de los motores se mide en caballos de fuerza. Los caballos casi han perdido su poder real, pero su historia les ha otorgado un poder simbólico. Es sabido que para muchas culturas comer carne de caballo es tabú, como ocurre con otros animales: no se come a un igual ni a un animal divino, y menos a una mascota. Por ello, se le considera una carne inmunda, y no precisamente porque sea mala nutricionalmente hablando.

Ya lo he dicho, no soy melindrosa, y culturalmente no sentiría asco si alguien me ofreciera un bistec de caballo. Aunque sí sentiría aversión si me sirvieran unicornio. Pero de esto hablaré en otra minuta, porque en esta admitiré que sí tengo mi kriptonita gastronómica, y la encontré en otra cabeza de caballo: las anguilas.

La inmunda cabeza de caballo descrita por Mario Puzo es nada ante la cabeza húmeda que Günter Grass describe en su novela El tambor de hojalata (1959). No minimizo la obra de Puzo, sus guiones nos regalaron películas inolvidables. Sólo exalto el poder metafórico de Grass. Ese trozo de caballo es una metáfora siniestra. Es la que vio el pequeño Óscar, esa carnada sacada de un cementerio marino imaginario, sí, como el de aquel poeta francés. El trozo de carne parece fresco, aunque está plagado de anguilas que se retuercen fuera de su elemento. Creo que nunca probaré una. No podría comerme una metáfora, creo que son indigestas en el plano material.

Imagino esa cabeza como aquello que fue omitido, quitado, erradicado y lanzado como desperdicio a aguas profundas. La aniquilación por la cual el centauro es posible. Sólo decapitando al caballo, el hombre crea su mitología: la de ser guerrero, mitad hombre, mitad bestia. El guerrero que lucha, que persevera, que conquista; pero nos lleva también al lado sombrío cuya metáfora se descubre en El tambor de hojalata: esa cabeza de caballo es el despojo, lo que se sacrificó en pos de estos logros. Todo lo que puede simbolizar este animal está corrompido, infestado de anguilas, gusanos enormes del Mare Tenebrarum. Cierto, en un cementerio marino las fosas y sus habitantes emularían la inmensidad.

Todo esto para decir que nunca comeré anguilas, aunque las angulas son otra historia deliciosa. Son pequeñas, blancas, untuosas, sí, son las anguilas niñas. Lo pequeño, como Óscar, posee un aspecto bondadoso intrínseco. Lo inquietante está oculto en los ojitos negros de las angulas y en el redoble de un tambor de juguete. Cierro con un fragmento de El tambor de hojalata, a modo de invitación para que lean una novela inmensa:

“[…] arrojó entre nosotros algo pesado que chorreaba agua, un bulto chisporroteante de vida: una cabeza de caballo, una cabeza de caballo fresca como en vida la cabeza de un caballo negro, o sea de un caballo de crines negras, que ayer todavía, en todo caso anteayer, pudo haber relinchado; porque es el caso que la cabeza no estaba descompuesta ni olía a nada, como no fuera a agua de Mottlau, a lo que allí en la escollera olía todo.


“Y ya el de la gorra -la tenía ahora echada hacia atrás, sobre la nuca-, con las piernas separadas, estaba sobre el pedazo de rocín, del que salían con precipitada furia pequeñas anguilas verde claro. Le costaba trabajo agarrarlas, ya que, sobre las piedras lisas y además mojadas, las anguilas se mueven muy aprisa y hábilmente. Por otra parte, enseguida nos cayeron encima las gaviotas y sus gritos. Precipitábanse, apoderábanse jugando entre tres o cuatro de una anguila pequeña o mediana, y no se dejaban ahuyentar, porque la escollera les pertenecía.”

 


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