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jueves, diciembre 4, 2025

Octavio Paz en su laberinto / Claudio H. Vargas en LJA

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Qué era entonces una persona sino un yo que se

desplaza entre la fantasía privada y la creación pública.

Hanik Kureish, La última palabra

 

Cuando el 19 de abril de 1998 falleciera Octavio Paz, en una buena parte de los integrantes de la República de las Letras se apoderó un agudo e incómodo sentimiento de orfandad. Agudo por la dimensión de la pérdida: se trataba no sólo del mayor poeta y ensayista mexicano de la segunda mitad del siglo xx, sino también -para utilizar la chocante expresión del historiador Francisco Romero y que ha reciclado Christopher Domínguez Michael- del jefe espiritual de al menos dos generaciones. Incomodó porque abrió un enorme interrogante, una zona de perplejidad, no en cuanto al eventual sucesor de dicha jefatura, sino en torno al o los significados -culturales, políticos, intelectuales- que distinguieron su jefatura espiritual y la naturaleza e itinerario de la vinculación de esta jefatura con las esferas de poder, también culturales, políticas, económicas e intelectuales.

En ese momento nadie, ni entre sus muchos partidarios o cófrades ni entre sus no menos nutrido grupo de adversarios, tenía una respuesta clara en torno a este interrogante. Y, al parecer, en los últimos tres lustros años este interrogante no ha dejado de estar presente ya que la apreciación post mortem de Paz se ha ocupado más en discutir o esclarecer el sentido y rasgos de su jefatura espiritual que en conocer y valorar su poesía, su vasta crítica dedicada al arte, la literatura o el pensamiento o, como sería lo ideal según aconseja Domínguez Michael, explorar su obra en su íntima integridad, una integridad que no excluye ni las tensiones ni elude las contradicciones, esto es el aprendizaje, la madurez.

Ello, de principio, no sorprende dado el exiguo interés que despiertan en nuestro país la poesía -sobre todo su lectura- o la crítica de arte, pero es también una señal inequívoca de la poderosa fuerza de atracción que adquirió la imagen y voz pública de Paz, en vida y después de ella. Una imagen y una voz que personificó, como pocos, la idea de lo que, para bien y para mal, entendemos en México y, casi por extensión, en el ámbito iberoamericano, de lo que es, debería ser o nos gustaría que fueses un intelectual.

Un reciente ejemplo del vigor de esa fuerza de atracción y el consecuente sentimiento de orfandad que dejó su muerte lo tenemos en la magnífica biografía que Christopher Domínguez Michael ha dedicado al poeta, Octavio Paz en su siglo (Aguilar, 2014).

Pocos autores como Domínguez Michael tan bien calificado y situado como para emprender esta tarea. No sólo porque es uno de los más rigurosos y perspicaces críticos, historiadores y biógrafos literarios que tenemos en México -basta recordar aquí su extraordinaria Vida de fray Servando (Era, 2004)- sino también porque, desde 1988, trabajó de manera muy cercana a Paz en la mesa de redacción de la revista Vuelta y porque su propio itinerario político generacional lo hizo testigo o partícipe directo de las siempre belicosas batallas culturales en que estuvo involucrado Paz los últimos veinte años de su vida.

Y, ciertamente, Octavio Paz en su siglo cumple de manera sobresaliente su cometido. En muchos sentidos el biógrafo está a la altura de su tarea y de su personaje sin pretender, como él mismo Domínguez Michael advierte desde un inicio, entregarnos una biografía definitiva, cualquiera cosa que ello pueda significar en una ambiente o tradición cultural más bien indigente en cuanto a la generación de biografías, memorias o autobiografías.

Esta prudencia de Domínguez Michael es del todo explicable. Primero por la inaccesibilidad al archivo personal de Paz y en seguida por la lentitud con que se ha publicado la presumiblemente muy nutrida obra epistolar del poeta. Sin esas fuentes de información, y otras similares, la reconstrucción del derrotero de Paz no puede ser por ahora sino incompleta, con varios puntos ciegos.

Pero también incide en ello la perspectiva que ha elegido Domínguez Michael para realizar su empeño biográfico, esto es su decisión de poner el acento en la vida pública de Paz y, en consecuencia, trazar su genealogía e itinerario vital así como las diversas estaciones de su obra poética y ensayística en función de aquello que puedan contribuir para la comprensión de su vida pública.

Domínguez Michael no se preocupa ni se ocupa de aportar datos nuevos sobre la vida de Paz, ni de buscar epifanías o episodios freudianos decisivos ni tampoco está particularmente interesado en fisgonear sus hábitos domésticos o en obsequiarnos indiscreciones o chismes. Octavio Paz en su siglo tampoco es, en sentido estricto, un tratado crítico sobre la poesía de Paz o sobre su itinerario intelectual, pero sí abreva de manera puntual, rigurosa y detallada en ambos aspectos. El Paz que le importa a Domínguez Michael es el hombre público, no el privado, el de la plaza pública no el de la recamara íntima, el “romántico desengañado” (“sueña con la religión de la poesía pero lo despierta un escepticismo que le impide, en un sentido religioso, el entusiasmo”), que se convirtió en el jefe espiritual de la tribu.

El Paz que Domínguez Michael nos invita a conocer es, entonces, el del hombre frente a la historia, frente a su siglo, frente a sus muertos y sus contemporáneos: el poeta y ensayista, el editor y diplomático, el animador del diálogo y el iracundo y muchas veces arbitrario polemista. Se trata del Paz que, en Nocturno de San Ildefonso (1976), el propio poeta evocó en sus: “sucesivas conversiones, retracciones, excomuniones, /reconciliaciones, apostasías, abjuraciones, /zig-zag de las demonolatrías y las androlatrías, /los embrujamientos y los descreimientos: /las reconciliaciones y las desviaciones /mi historia.”

No es uno de los méritos menores de Domínguez el que, para darle vivacidad y veracidad a ese retrato, haya decidido contraponer o confrontar de manera contínua a la figura de Paz no sólo con sus numerosos críticos -en especial los provenientes de la izquierda- y con los escritores e intelectuales cercanos a él -en particular, los agrupados alrededor de la revista Vuelta-, sino también con los jefes espirituales de otros ámbitos y otros tiempos como Yeats, Valéry, Pound y Eliot. Una y otra vez Domínguez llama a escena a diferentes protagonistas que, sea por contraste en cuanto a ideas, intereses, temperamento, trayecto u obras, ayudan a apreciar mejor el itinerario de Paz y su lugar en nuestra República de las Letras.

“A Octavio lo amábamos”. Son las palabras que cierran Octavio Paz en su siglo. Y ciertamente se trata de una biografía escrita con gran afecto y, en no pocas páginas, con fervor. Pero, y ello, sin duda, complacería a Paz, Domínguez no ha escrito una hagiografía. Por su temperamento crítico y por su honestidad intelectual, Domínguez no podía sino delinear un Paz de carne y hueso, con sus aciertos y errores, su bilis y sus pasiones, sus frenesís y sus desencantos, sus dudas y prejuicios y, en un capítulo particularmente litigante, sus dilemas y opciones entre la moral de las convicciones y la moral de las responsabilidades.

En este sentido, debemos a agradecer a Domínguez tanto que haya bajado a Paz del altar cívico en que muchos de sus adeptos lo han querido ubicar, pero también que lo haya liberado de la silla de los acusados en que muchos de sus detractores lo han querido mantener. Domínguez Michael nos ha dado, entonces, un Octavio Paz cercano, próximo no para que lo exaltemos o sancionemos, sino para mejor conversar, o seguir conversando, con él. Así, no es una exageración anticipar que Octavio Paz en su siglo se convertirá en breve en un clásico y, aún mejor, en una referencia indispensable para entender a Paz y su siglo.

 

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