Sólo hasta hace apenas una semana se ha sabido que se llamaba Friedrich Brandt y que tenía 23 años. Después de más de dos años los arqueólogos e historiadores le han dado nombre a los huesos hallados en la Colina del León, uno de los lugares en que se libró la batalla de Waterloo que cumple este año doscientos años. Friedrich Brandt, del que sólo se conservan los huesos y una bala de cañón incrustada en ellos, es uno de los más de cincuenta mil muertos de aquella batalla.
La historia, escrita por los vencedores y los poderosos, no recuerda los nombres de todos los caídos en aquella batalla. Sí el de los generales, capitanes y mandos de ambos ejércitos pero no el de todos aquellos que, si tuvieron suerte, fueron enterrados en fosas comunes y, si no la tuvieron, fueron vendidos como abono barato para plantas.
23 años tenía también el carabinero francés Antoine François Faveu cuando murió en Waterloo. A él se le recuerda en una pequeña placa en el museo del ejército en Los Inválidos en París. Ahí, en la sala dedicada a la batalla, está su coraza con el enorme agujero que le dejó también una bala de cañón y que desintegró casi la mitad de ésta. El 18 de junio de 1815 Faveu era uno de los pocos franceses privilegiados que usaban coraza en el regimiento de carabineros y uno de los muchos que murió bajo el fuego enemigo. Aunque la leyenda familiar de los Faveu, nunca comprobada, cuenta que el que murió no fue Antoine François, sino su hermano, que se presentó a la leva en su lugar porque Antoine estaba a punto de casarse. Sea o no sea cierto, es a Antoine al que le da el mérito de haber muerto el museo.
En otro museo de la guerra, pero en este caso en el de Londres, está el uniforme del teniente Henry Anderson que les escribió a sus padres una descriptiva carta. “Me faltan los huesos del hombre que es unos cuantos centímetros más bajo que el otro, y aunque me señalan como un ser deforme también dicen ‘este hombre fue herido en la batalla de Waterloo’”, frases tan inglesas como las del discurso de Enrique V antes de la batalla (“These wounds I had on Crispin’s day.”). Anderson tuvo más suerte que los anteriores al ser herido sólo “por una bala de mosquete que le rompió el hombro derecho, le atravesó los pulmones y salió por la espalda rompiéndole la escápula”. En su uniforme todavía se aprecia el agujero y la sangre seca a dos siglos del impacto.
Y si alguien supo de primera mano de la carnicería que supuso Waterloo fueron sus médicos y especialmente uno, Willem Brandsma. Este doctor holandés era, antes de la guerra, cirujano y profesor de medicina de la Universidad de Leiden. Él, contraviniendo las órdenes de sus superiores, se dedicó a salvar a los heridos sin importarle del bando que fueran. Allí donde alguien agonizaba y aún era posible que se salvara llegaba él o alguno de los hombres a su cargo a intentar salvarlo. De él es también el testimonio de la noche siguiente a la batalla describiendo unos campos repletos no sólo de cadáveres sino también de ladrones de cuanto hubiera de valor en los despojos de los muertos, incluidos los dientes.
Porque, si en algún sitio sobrevivieron los miles y miles de anónimos caídos en las batallas de Waterloo fue sobre todo en los dientes de los vivos. Los dientes que se usaban para reponer los perdidos o los caídos, antes de la odontología moderna, provenían principalmente de los muertos. Y era común después de las batallas ver a otro ejército, esta vez de tipos armados de tenazas, dispuestas arrancar hasta la última pieza de dentadura que pudiera ser utilizada. Y Waterloo, con su elevado número de muertos ahí tirados, era un campo fértil para los recolectores de dientes.
Cincuenta años después en los periódicos se seguían anunciando los maravillosos “dientes Waterloo” o el “marfil Waterloo” que, según los anuncios de la época, tenían la gran ventaja de pertenecer a “soldados jóvenes y saludables, muertos en la flor de la edad en lugar de provenir de cadáveres o criminales ejecutados”. Y, aunque los muertos y los dientes de Waterloo se acabaran, la expresión siguió usándose durante un tiempo en inglés para referirse a los dientes de los muertos en batalla que eran extraídos para suplir a otros.
¿Por qué un monumento para todos esos muertos anónimos? Primero, y sobre todo, porque son siempre los de abajo, los anónimos, los que las luchan y los que las pierden, los que me merecen el honor de ser recordados y no tanto sus generales, capitanes o tenientes. Segundo, porque como dijo el ganador Waterloo contemplando los miles y miles de cadáveres que se extendían ante su vista y