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viernes, diciembre 5, 2025

Robert Brasillach / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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“No pierdas la sonrisa ni siquiera cuando te vayan a ejecutar. La vida es una broma de mal gusto; en vez de centrarte en el mal gusto, céntrate en la broma. Si buscas justicia en vez de tranquilidad en este mundo democrático, suicídate. Para vivir hoy hay que saber reírse de la estúpida realidad”, escribió Robert Brasillach muchos años antes de ser condenado a muerte por uno de los tribunales de depuración francesa al terminar la Segunda Guerra Mundial. El 6 de febrero de 1945 sería fusilado por un pelotón frente al que gritaría sus últimas palabras: “Viva Francia a pesar de todo”.

En su libro de memorias, De Gaulle, encargado de autorizar las condenas de los juicios, parece estar pensando en Brasillach cuando escribe que “si no habían servido directa y apasionadamente al enemigo, conmuté las condenas, por principio. En un solo caso, el único, no me sentí con derecho a conceder la gracia. Pues, en las Letras, como en todo, el talento es título de responsabilidad”. Intelectuales franceses, nada fascistas y ni siquiera de derechas, como Colette, Jean Anouilh, Paul Claudel, Jean-Luis Barrault, Paul Valéry, Maurice de Vlaminck y Jean Cocteau, entre muchos otros, pidieron inútilmente en una carta a Charles de Gaulle que no se ejecutara a Brasillach. Picasso, Gide, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir están entre los que se negaron a firmarla.

La purga intelectual del país, una caza de brujas para los colaboracionistas, estuvo organizada por el Comité Nacional de Escritores dirigidos por los Sartre Mauriac y André Mauriac. Además de Brasillach, fueron ejecutados también Pierre Gare, Georges Suárez, Paul Chack, Jean-Hérold-Paquis y Jean Luchaire. Lo más seguro es que Drieu La Rochelle también lo hubiera sido sino fuera porque se suicidó antes de ser juzgado. En la cárcel terminaron Charles Maurras, Henri Béraud, Pierre-Antoine-Cousteau o, siempre reivindicado por George Steiner, Lucien Rebatet. A otros como Claude Ferrére, Jean Cocteau, Paul Fort, León-Paul Fargue, Sacha Guitry, Jean Anouilh, Jacques Audiberti, Marcel Carné o Henry de Montherlant, Robert Desnos o Paul Morand, toda una historia de la intelectualidad francesa de la primera mitad del siglo XX, fueron obligados a no ejercer actividades intelectuales. Y no sólo escritores, sino que, por ejemplo, el cantante Maurice Chevalier, el actor Louis Jouvet o el boxeador Georges Carpentier también sufrieron la censura cultural tras la guerra.

Frente a los nombres de los grandes escritores alcanzados por la limpieza del Comité Nacional de Escritores, es decir, Drieu La Rochelle, Celine o Rebatet, el de Robert Brasillach, escritor de calidad más que decente, aparece siempre como una nota apenas. Con los tres coincidirá cuando sea el director de una de las publicaciones, una de las primeras abiertamente fascistas en la Francia de entreguerras, Je suis Partout. Para semejante misión se había formado antes como editor en las prensas del ultracatólico, ultramonárquico y ultraderechista Action Française, dirigido por Charles Maurras.

Desde sus años como estudiante en la l’École Normale Supérieure, Brasillach se distinguió por su acérrimo ultraderechismo. En 1931 abandonó la carrera universitaria para convertirse en escritor de tiempo completo y publicar su primer libro El proceso a Juana de Arco, un libro que vendería muy bien en la Francia que ya comenzaba a escorarse a la derecha. En 1934 Brasillach viajó a una reunión del Partido Nacional Socialista en Nuremberg. A su regreso escribió un artículo titulado Cien horas con Hitler, radicalmente laudatoria explicando la fascinación que el Führer desataba en él, viéndolo como una figura que habría de salvar Europa. Sin embargo, todo ese fascismo y ese amor del escritor por el nazismo era una elección ante las dos opciones que parecía haber en la Europa de entreguerras: la decadencia o el fascismo.

Su antisemitismo es claro en su moderación. “No queremos matar a nadie, no deseamos organizar ningún pogromo. Pero también pensamos que la mejor manera de impedir las reacciones siempre imprevisibles de un antisemitismo de instinto es organizar un antisemitismo racional”. Un antisemitismo que se saltó la prohibición de que la prensa incitara al odio racial usando metáforas que de metáforas tenían poco. “¿Vamos al teatro? La sala está repleta de monos. Se cuelgan por todos lados, en el palco, en el escenario. ¿En el ómnibus, en el metro? Monos. ¿Me siento inocentemente en un bar? A derecha y a izquierda los monos se acomodan. Su habilidad para imitar los gestos de los hombres hacen que, a veces, no los reconozcamos enseguida…”.

Y, a pesar de su antisemitismo y de su filonazismo, al estallar la guerra se alistó en el ejército francés para combatir contra los alemanes en 1939. Fue capturado apenas comenzada la guerra y pasó diez meses en campos de internación junto a soldados compatriotas. Su estancia en un campo de prisioneros le dio para escribir tres de sus mejores obras Berenice, el Diario de un hombre ocupado y Los cautivos. Tras las gestiones de la embajada alemana pudo regresar a su país y seguir trabajando como director en Je suis partout, periódico que dejaría el 13 de octubre de 1943 por serias discrepancias políticas con el resto de la redacción.

Al ser liberada Francia, al contrario que otros colaboracionistas, Brasillach se negó a huir a Alemania y, a cambio, se quedó en su amada Francia escondido con sus amados libros en una buhardilla. Y lo explicó en su diario. “Si los judíos vivieron encerrados en armarios durante casi cuatro años. ¿Por qué no imitarlos?”. El Comité Francés de Liberación Nacional detuvo a su madre, a su padrastro y a su hermana. Para que ellos no pagaran por él. Brasillach decidió entregarse. Él sería el primer y último escritor fusilado tras la liberación y su muerte le ahorró igual destino a otros más radicales que él.

Lucien Rebatet, el escritor colaboracionista cuya obra Los Escombros siempre alaba Steiner, reconoció la deuda: “Él nos salvó la vida, muriendo primero”.

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