“La Música de mobiliario es básicamente industrial. La costumbre, el uso, es hacer música en ocasiones en que la música no tiene nada que hacer… Queremos establecer una música que satisfaga las ‘necesidades útiles’. El arte no entra en estas necesidades. La Música de mobiliario crea una vibración; no tiene otro objeto; desempeña el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas… Exijan Música de mobiliario. Ni reuniones, ni asambleas, etc. sin Música de mobiliario… No se case sin Música de mobiliario. No entre en una casa en la que no haya Música de mobiliario. Quien no ha oído la Música de mobiliario desconoce la felicidad. No se duerma sin escuchar un fragmento de Música de mobiliario o dormirá usted mal”. Las frases podrían ser de algún futurista o dadaísta, de John Cage o de Yorke, pero corresponden a quien inventó el ambient y el hilo musical años antes de que en realidad fueran inventados, Erik Satie. El mismo Erik Satie que en sus partituras acotaba a los músicos con indicaciones del tipo “Saque al perro a pasear” o “coma con moderación”. Y del que sin embargo, Milhaud afirmó que “profetizó el mayor movimiento en la música clásica que aparecerá en los próximos cincuenta años dentro de su propia obra musical”.
La rareza, las rarezas, además de su excelente y extraña música, parecen haber sido la constante en la obra de Satie. Rarezas que van de sus títulos (Piezas Frías, Embriones desechados, Tres pedazos en forma de pera, Auténticos preludios blandos para un perro, Preludio en tapicería, Reseñas desagradables u Obstáculos venenosos), a su extraño modo de hacer crítica musical (“Hay un pasaje, entre las once y media y las doce menos cuarto, que me gusta especialmente”, dijo refiriéndose a La Mer de Debussy, concretamente al primer movimiento, que se titula Del alba al mediodía en el mar o “el señor Ravel rechaza la Legión de Honor pero toda su música la acepta”).
Otra rareza, o, según se mire, un adelanto a su propio tiempo, es que las piezas de “Música de mobiliario” pueden tocarse cuantas veces se quiera como si lo importante no fuera la música en sí o la certeza de que la obra acabara, sino el hecho de que esté sonando. Uno de sus discípulos, si no directo al menos en el espíritu de cómo enfrentarse a la música, John Cage, ha sido el único pianista que tocó Vexations (Vejaciones, un título explícito a más y no poder) con la indicación de la partitura, “repetirla 840 veces”. La pieza, aunque corta, apenas un minuto y medio, supone al repetirla más de 19 horas seguidas al piano.
Y, al contrario de lo que suele ser habitual en los músicos que entran temprano, casi niños, a estudiar música antes de tocar o componer, Erik Satie ingresó en el Conservatorio a la tempranísima edad de 40 años, edad a la que ya había publicado una gran parte de sus obras y, sobre todo, para acallar las críticas de que no poseía (o poseía en un grado extraño) sentido de la armonía. Con las críticas y con los críticos Satie no mantuvo ninguna rareza sino una, por así decirlo, relación especial que consistía en no hacerles caso o, como sucedió un par de veces, expresarle mediante una paliza al crítico lo que pensaba, incidentes que solían terminar con Satie pasando la noche en la comisaría.
Además, entre otras rarezas, Satie, como muchos poetas, escribía su música en los cafés ya que el piano de su “cuchitril” (así lo llaman sus biógrafos) estaba lleno de telarañas y los pedales, sujetos con cuerdas. Satie, cuando terminó su conflictiva y alocada relación con Suzanne, el único amor de su vida, dio detalles íntimos, muy íntimos de ella, en una manta que colgó en su balcón.
Y si Satie resulta “raro”, los amigos con los que rodó un cortometraje en el que el compositor se encargó de la música también lo eran. Los artistas plásticos Francis Picabia y Marcel Duchamp, el fotógrafo Man Ray, el director René Clair y el propio Satie son los responsables de Entr’acte, una de las joyas del cine dadaísta, estrenada en 1924 como interludio o divertimento para la pausa de un espectáculo de ballet. En la primera parte vemos a Satie, que también actúa, aunque mal, y Picabia preparando un cañón con el que “atacar” al espectador. Después Duchamp y Man Ray juegan al ajedrez. La segunda parte es una parodia de un entierro en que la comitiva de asistentes acaba corriendo detrás de la carroza fúnebre que, de repente, se acelera.
Pero si hubiera que elegir una de sus rarezas sería, sin duda, la findación de la Église Métropolitaine d’Art de Jésus Conducteur (Iglesia Metropolitana de Arte de Jesús Director de Orquesta) que se proponía luchar contra la “decadencia estética y moral de nuestra época”, algo que no logró en los apenas dos años que duró. O la genialidad de titular sus memorias, en la que no se reflejan muchas de sus acciones menos comunes, Memorias de un amnésico.
Cuando murió en 1921, pobre y alcohólico, encontraron detrás de su piano lleno de telarañas una colección de más de cien paraguas, siete trajes de terciopelo (de la época en que sólo vestía esa tela), una colección de dibujos de edificios medievales (algunos de sus conocidos decían que era mejor dibujante que compositor) y una serie de partituras caninas que sustituía los músicos y los instrumentos por ladridos de perro.
Todas esas rarezas no podían ser menos viniendo de alguien que en la Primera Guerra Mundial había saludado al entrar a un refugio antibombas a todos cuantos se encontraban allí con un escueto “Buenas tardes. Vengo a morir con ustedes”, la mejor definición que darse de su vida.
