La “sinfonía de los quesos” / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
02/12/2024

Recuerdo que, en las tiendas de abarrotes de la Ciudad de México, se exhibía un queso en forma piramidal, con la superficie enrojecida por un polvillo que parecía pimentón o chile piquín. El abarrotero lo rebanaba con un cuchillo para dejar caer la porción sobre el papel de estraza listo sobre la palma de su mano desarmada. Ese queso añejo era un personaje habitual en las tiendas. Ahora los he visto en los mercados, pero redondos, sin esa forma que se antojaba mágica. El fresco, panela, añejo y el intrincado quesillo, que algunos conocen como Oaxaca, eran los quesos habituales de las mesas chilangas. Claro, también llegaban los tipo manchego, el chihuahua de los menonitas y los de morral de la gente que viajaba por carretera.

A los quesos autóctonos se sumaban los que llegaban a los otrora puertos libres, o los que seguían tradiciones europeas, como aquellos de la desaparecida marca Delsa. No puedo quejarme, en este caso la nostalgia no es suficiente para renegar de la inmensa variedad de quesos que hoy pueden adquirirse en las tiendas de autoservicio o establecimientos que se autonombran como “gourmets”; claro, siempre y cuando la cartera lo permita. Sin embargo, muchas marcas de quesos importados son las llamadas “comerciales”, las cuales sólo nos permiten saborear un aproximado de lo que serían los quesos en su país de origen. Digamos que es como preparar un mole Doña María en el extranjero. Aunque, bien mirado, dudo que nuestros paladares tolerarían los sabores putrefactos y los aromas a pie de algunos tabiques lácteos. Lo sé, a todo se acostumbra uno, menos a no comer, pero no basta la curiosidad para adoptar sabores y olores de una sola probada. Aunque se agradece conocer por lo menos un sabor aproximado de algunos quesos, pues de otra forma ciertos pasajes de la literatura se quedarían cortos. Por ejemplo, no podría oler ni saborear la llamada “sinfonía de los quesos” de Emilio Zola. Es apenas una rebanada de su novela El vientre de París, la tercera de veinte que constituyen la saga de las familias Rougon y Macquart:

“El sol oblicuo penetraba en el pabellón, y los quesos hedían con más fuerza. En aquel momento, el que dominaba sobre todo era el marolles; lanzaba poderosas emanaciones, un olor de litera vieja en la insipidez de las pellas de manteca. Después el viento pareció girar; bruscamente llegaron a las tres mujeres olores de limburgo, agrios y amargos, como estertores de gargantas de moribundos.”

Mentiría al decirles que he leído todos los libros de Zola. Pero basta El vientre de París para ofrecerles una botana (imaginen aquí un plato repleto con los clásicos cubitos de queso heridos con palillos de colores). Es una novela inmensa, un verdadero bodegón que retrata el mercado de Les Halles en París, ya desaparecido. Aunque para hablar de pintura tendría que contarles de uno de sus personajes. Pero esto lo dejaremos para la siguiente minuta.

Me gusta imaginar que con nuestros quesos ligeros aquellos personajes hubieran sido más cándidos, más niños, sin el sabor concentrado de los países europeos. Me gusta imaginar esto porque lleva implícita la posibilidad de que nosotros seamos otros: los que no repetiremos los malos pasos del viejo continente. En fin, mejor les dejo más de la “sinfonía de quesos” del gran Zola:

“Estaban las tres en pie, saludándose, entre el olor final de los quesos. En aquel momento, todos lo exhalaban a la vez. Era una cacofonía de soplos infectos, desde las blanduchas pesadeces del gruyere y del holanda, hasta los puntos alcalinos del olivet. Había los ronquidos apagados del cantal, del chester, de los quesos de cabra, parecidos a un amplio canto de bajo, sobre los cuales se destacaban, en notas picadas, las pequeñas humaredas bruscas de los neufchatel, de los troyes y de los mont-d’or. Después los olores se despavorían, rodaban unos sobre otros, se espesaban con los vahos del port-salut, del limburgo, del Gerardmer, del marolles, del livarot, de ponf-l’éveque, confundidos poco a poco, mezclados en una sola explosión de hediondeces. Esta se desparramaba, se sostenía, en medio de la vibración general, con un vértigo continuo de náusea y una fuerza terrible de asfixia.”

 


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