La luz de Beuckelaer / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
02/12/2024

Hace unos días, releí textos sobre la peste negra. No es novedad, soy medievalista en mis ratos libres. Me gusta escudriñar la simbología mortuoria que se desarrolló durante ese fin de los tiempos. Siempre me ha intrigado el impulso que nos hace querer sobrevivir, y vivir, tras la devastación. He puesto atención a las palabras de Viktor Frankl, lectura que recomiendo, para asir la tenacidad del sobreviviente, la cual siento es fácil de perder. La zozobra es un imán, su norte es el mundo que se empeña en mostrar su lado oscuro; como si en realidad fuera la luna imaginaria de todos los monstruos. A pesar de esto, siempre existirá la luminosidad: asomando por cualquier rendija o la más mínima de las fisuras.

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Seguramente durante uno de esos instantes de luz, Giovanni Boccaccio escribió su libro Decamerón. Sólo así pudo escribirlo en plena fatalidad de la civilización occidental, durante la peste negra. Boccaccio estaba ahí, fue testigo. Su percepción del mundo es una muestra de cómo la historia puede dar vuelta en una esquina. Años después, su obra sería un parteaguas para el Renacimiento: una época que fue ese suspiro, ese jalón de aire, ese exhalar ruidosamente tras comprobar que el Triunfo de la Muerte no había arrasado con todos. Cierto, el Decamerón fue una guía riquísima: el primer libro en prosa de largo aliento, escrito en italiano.

El género de la novela emprendía su camino. El medievo había quedado atrás. El centralismo teologal se apagaba junto con las iluminaciones. La cosmogonía del hombre tenía otro punto de vista: lo terreno cobró valor, dejó de ser el boleto efímero para el tránsito hacia la vida eterna. Todo se trataba de renacer para gozar lo terreno, para aprovecharlo, porque nada estaba escrito; todos sabían que ni las santas escrituras habían aminorado el horror de la muerte negra.

En este mundo nuevo, el ilusionismo en la pintura fue la vía idónea para representar el punto de vista renacentista. Si bien lo terreno cobra fuerza, lo espiritual no puede ser dejado a un lado. Dios no había muerto, ya otro siglo se encargaría de jugar a eso. De los numerosos pintores de la época, maravillosos, irrepetibles, me toca servir en este platillo a Joachim Beuckelaer, pintor flamenco nacido en 1535. Si se pudiera transformar el Decamerón en pigmentos, Beuckelaer sería el pintor imprescindible para usar tal material. Sus cuadros son lo terreno sobredimensionado, vía los mercados y las cocinas; es la vastedad, es la posibilidad de que las pupilas queden ahítas. Me intriga su erotismo, apenas sugerido en la mirada de sus personajes, en la posición de una mano o la disposición de los cuerpos; la carnalidad parece tímida frente a la explosión de las vituallas que cubren sus escenarios. Pero la carnalidad discreta no puede esconderse de esas escenas diminutas, tan al fondo, tan en último plano, casi adivinanzas, pero siempre vigilantes, de la religiosidad.

Cuando veo algunos de sus cuadros, no dejo de recordar esas primeras iluminaciones, las de la Baja Edad Media, que mostraban otro contexto: los cuerpos desnudos, las camas dispuestas y los baños de tina compartidos. Esas donde los senos no estaban mutilados y exhibidos sobre una charola para que las santas fueran santas. El desnudo medieval, poco a poco, fue destinado a pulular sólo en los infiernos. El artista renacentista lo rescata y lo coloca de nuevo en otros lares. Sin embargo, en Beuckelaer los mortales incitan y desean vestidos, pues la desnudez corresponde a la hortaliza, los cárnicos, la pesca, las piezas de caza despellejadas, los metales del fogón y sus utensilios. Y lejos, Cristos, Marías, Esaús y Marthas parecen vigilar aquel siglo donde todo renacía. Observan con sus ojos de personajes místicos cuyo oscuro secreto es el saber que el final de los tiempos es siempre, en distintos lugares, bajo distintas máscaras.

No todos los cuadros de Beuckelaer incluyen alguna escena bíblica. Es el caso de Escena de cocina alemana, uno de mis favoritos. En primer plano, está una wafflera “original”; hablé sobre estos artilugios en una de las primeras minutas de esta columna semanal. Junto a la maravilla de dicho utensilio, están los pescados sobre un plato que cualquier curioso desearía clasificar, y más: ¿a qué especie son, es eso pan, hay una hornilla, qué pájaro está representado en la olla?

Pero el ingrediente principal de este cuadro son los humanos. La escena es inquietante: dos parejas, una joven y una vieja. La mujer joven es la cocinera; atrás, la mujer vieja observa con estoicismo la actitud del hombre viejo: rodea a la mujer joven de manera, digamos, poco paternal. Mientras tanto, el hombre joven no ve nada de esto, ya que su mirada va hacia afuera del cuadro. Tendría que verlo en vivo, al cuadro no al hombre, para saber si podríamos cruzar las miradas.

Como mujer del siglo XXI, citadina, cocinera, esposa, madre, lectora, escritora e inmersa en la red, he visto de todo. He tenido acceso a medios de información, a vías de comunicación. Por ejemplo: mis ojos nunca imaginaron ver la foto de un feto de elefante dentro del vientre de su madre; la decapitación de un periodista; el estallido de una nave espacial; la bomba de Hiroshima atemporal; el brillo de los peces abisales; la superficie de Marte, la de un meteorito; auroras boreales; y por supuesto, los dinosaurios de mis libros de infancia en “Jurassic Park”. He visto rostros de todo el mundo, películas en blanco y negro tornadas en color. He leído traducciones de textos desconocidos, libros electrónicos de libros que nunca sopesaré con mis manos. He visto tanto y, sin embargo, en ese creer que lo he visto casi todo, los cuadros de Beuckelaer me inquietan. Sus composiciones son avasalladoras. Son como recordatorios de lo que he omitido, eso que se pierde en el horizonte amplificado de nuestro siglo. Beuckelaer lo logró congelar en sus cuadros renacentistas: una simbología que me es ajena, pero que mi intuición colorea de rojo, como esas alarmas de refugio antinuclear que veía en los programas de mi infancia. Entre el pintor y yo hay siglos de diferencia. El cielo y la tierra están en esos cuadros, son la rendija por donde escapa la luz hacia esta silla que uso cuando los contemplo en mi monitor.


 


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