Mañana será mi cumpleaños. No me costará trabajo responder, a partir del jueves, que tengo 48 años. Llevo meses diciéndolo. No sé si lo hago para ahorrarme el entrenamiento posterior ante el cambio de número o porque los cuarenta se me han hecho iguales: 41, 44, 46, me saben a lo mismo. Supongo que no haré lo mismo cuando vaya a cumplir 50, que es casi inminente. Total, el sabor de los 40, en mi caso, ha sido el mismo. Han sido un poco como arte pop, con sus tonalidades casi alegres, su agente unificador, ahítos de nostalgia y con ese dejo de puerilidad.
Para celebrar mis 48 elegí este clásico de Wayne Thiebaud: Cakes, de 1963. Este cuadro fue confeccionado en la década en que nací. Sí, es más viejo que yo. Todos sus pasteles son reproducibles, así lo hizo la fotógrafa Sharon Core. No sé si ella personalmente o alguien más horneó y decoró los pasteles del mentado cuadro para reproducirlo vía una fotografía. En un artículo sobre el trabajo de Core, señalan que cubrieron los pasteles de tal forma que los betunes lograran reproducir los brochazos del pintor. Por otro lado, el pintor, en su momento, realizó su cuadro a partir de fotografías. Imagino ambos trabajos como el eco del azúcar y de la harina. Una cajita china que alguien fabricó con capas de pastel y glaseado.
Adivino que esos pasteles, los originales, eran comestibles. Seguramente los betunes eran simples, pero sabrosos. Lo sé, hoy existen decoraciones complejas, reproducciones de la realidad, un hiperrealismo repostero que asombra, pero que al consumirlo desasosiega. Porque si bien muchas de las coberturas son comestibles, en cuanto que no son tóxicas, o casi, resultan aberrantes: gomas, elásticos, casi trocitos de yeso edulcorados y entintados. Uno debe quitar las cubiertas para alcanzar la miga, que a veces es buena. Como si tuviéramos que desenvolver un presente cumpleañero. En el caso del cuadro Cakes, podría tomar mi tenedor, para hundirlo en cualquier pastel, entonces torcer la muñeca con un movimiento preciso y así lograr una porción de pastel con todo: betún, miga, relleno y hasta cereza. Introducirla toda en mi boca, masticar y paladear el conjunto: toda esa unidad que cuando está acompasada nombra en verdad lo que es un pastel de cumpleaños. Es la simplicidad, a veces, lo que posee el equilibrio de lo más asombroso.
El arte pop siempre tendrá algo de mero boceto. No lo digo para minimizarlo, al contrario: logra atrapar lo pasajero, lo inmediato, lo trivial, para inmortalizarlo. A veces se me antoja hacer eso con el entorno, guardar sólo bocetos, porque pareciera que es la única forma de aprehender todo. Creo que muchos hacemos eso, por distintas razones. En mi caso, creo que es el temor ante el olvido; dejar pasar algo que es coleccionable, pasar de largo una respuesta cuya pregunta me toparé después, o perder la imagen de algo que descubriremos era irrepetible. Mis bocetos personales son como mi repetir que tengo la edad que cumpliré en el próximo cumpleaños: la conciencia de la mortalidad.
Observo Cakes de nuevo. No podría decir si las recetas eran gourmet o de caja. Lo mismo ocurre con el arte pop, para algunos es desechable. Para mí no. Como tampoco creo que sea diferente soplar a una vela que corona un pastel de caja o uno del recetario familiar. La maravilla no está en el pastel, sino en el fuego que nos obedece por un instante mientras el supuesto deseo se enreda con la humareda.