Por Diego Díaz Córdova
Cómo descendí, no lo recuerdo. Probablemente el tequila y las cervezas me ayudaron. Lo cierto es que me encontré en aquella cantina, con aquellos amigos que no pensé volvería a ver. A cada lado Juancito y el Coto y yo en el medio, los tres sentados en la barra. Conversábamos con el cantinero. Un hombre con un semblante inmemorial. Nos servía, entre trago y trago, entre frase y frase, lo que aquí llaman una sangrita. Un brebaje hecho por él, con color y textura de sangre y un leve sabor picante. Con sus ojos de brujo nos convidaba a beberlo. Y no sé si era el contexto, el tequila o su mirada, pero no pude dejar de tomarlo.
Las cantinas clásicas suelen ser espacios para beber, exclusivamente masculinos. Pero esta cantina era especial. Había hombres en grupo y solos. Mujeres solas y acompañadas. Familias completas y hasta niños solitos, sentaditos en las mesas, bebiendo sangrita. El bullicio, el alcohol y el humo creaban una atmósfera particular; sonaban, de fondo, canciones mexicanas de todos los tiempos, casi al gusto de cada parroquiano. De reojo observaba el ambiente. Había gente que se iba rápido, pero otros parecía que llevaban una eternidad esperando quién sabe qué. Y la sangrita, evidentemente, era la bebida más popular.
Ya con ese clima entre jocoso, profundo e irreal que genera el alcohol, salimos los tres canturreando Noche de ronda. La noche que nos rodeaba parecía eterna. El fresco venía de arriba, el calor venía de la tierra, se sentía fuerte debajo de nuestros pies. Y caminábamos por el barrio, charlando y riendo. Yo era el forastero, ellos eran los locales. Con cierta premura me enseñaban los recovecos; las calles pequeñitas, que parecían desaparecer en cuanto nos dábamos vuelta. Calles mágicas, apenas iluminadas, donde sombras y sombritas jugaban y nos miraban a la pasada con ojos ausentes.
Los acompañé en sus recados, mi discreción impedía preguntar la naturaleza de aquellos mandados. Nos parábamos en algunas casas, ellos intercambiaban palabras y objetos; me llamó poderosamente la atención una casa, que parecía una burbuja dentro de otra. Allí nos atendió una parejita muy simpática, que cuando nos despedía, extrañamente cambió de color. Primero mutaron al blanco y negro, luego un arcoíris los cubrió. El único sorprendido fui yo. Ni quise preguntar por temor a la respuesta. Ese fue el último trabajo y claramente marcó también el final de mi visita.
Nos fuimos hacia su casa casi ya sin hablar, hermanados en un silencio postrero. Juan, que siempre fue más inquieto, ensayaba algunos acordes en una guitarra que no sé de dónde apareció. Nos acomodamos en el balcón. El Coto me mostró su plantita preferida. Era bien extraña, con hojitas de mota (cáñamo) y unos frutos nunca vistos, con formas de caballito, como los de las calesitas (carrusel). Como una exhalación, como un fantasma, apareció la Coqui, la dulce Coqui. Toda bonita, con su cabello flotando pese a que no había viento. Con su voz más suave me dijo: ya está, Diego, ya es tiempo de irnos, nosotros no somos de aquí.
El Coto se quedó y Juan, como siempre inquieto, me acompañó algunas cuadras. Fuimos por la avenida pero de repente quedé solo. La despedida flotó por el aire nocturno. La soledad me dio un poco de miedo. Caminando en dirección a mí venía un muchacho joven, de pelo largo, todo desalineado, como si se hubiera caído. Refunfuñaba e insultaba en voz alta. Me di vuelta para verlo. Se cruzó con otro que caminaba más atrás. Algo se dijeron. Algo subido de tono. Se trenzaron a golpes de puño. Aparecieron unos albañiles, vestidos de blanco y los separaron. Tenían sus palas, sus cucharas y sus sombreros característicos. Luego, se fijaron en mí.
Se acercaron, vamos por aquí me dijeron. Me mostraron las nuevas casas que estaban construyendo. Siempre hay trabajo aquí, comentaron. Siempre llega gente nueva al vecindario y hay que hacerles lugar, afirmaron sin que les pesase el trabajo. Me guiaron por unas callejuelas, entre edificios a medio construir. No vi su número pero eran varios. Me custodiaron hasta la salida. Eran amables y se deslizaban con gracias, casi como si flotaran, como si tuvieran alas. Me señalaron un muro blanco que se levantaba alto hacia la noche. Hasta aquí llegamos, ahora el esfuerzo es todo tuyo. Trepé no sin dificultad, de allí salté hacia el otro lado.




