La otra noche no tuve ganas de trabajar. Estaba indigesta con un proyecto que intento terminar, una nueva novela. Mi mejor opción, en estos casos, es jugar Sims o ver una película. Si mi grado de apatía es alto, la película es la única. Aproveché que mi hijo había dormido fuera de casa para ver la película en su televisión. Todo iba bien, o lo mejor que puede ir cuando estoy en ese estado de susto creativo, hasta que vi, sobre la alfombra, un movimiento extraño. Ahí caminaba algo que no logré descifrar a primera vista porque la alfombra no es blanca. Es un bicho, pensé y me lancé a su exterminio. Mi pisotón no bastó para regresarme esa precaria tranquilidad ante la parálisis creativa. Necesitaba averiguar qué asqueroso animal había sucumbido bajo la suela surcada del tenis. Una cucaracha, no, por favor, rogué anticipando el posible horror mientras me rascaba un brazo y ya sentía la comezón en la espalda y en una pierna. Sí, tengo fobia a los insectos, y mi cuerpo responde como si un ejército de hormigas lo recorriera. En fin, levanté al bicho, o lo que quedaba de él, con una hoja en blanco, como la página de la que hablan los escritores, para que el contraste me mostrara la anatomía. No, que no sea una cucaracha, dioses todos, por favor. Y obtuve mi respuesta que no fue tan mala, pero tampoco la mejor. En una escala del 1 al 10, el máximo horror me lo provocan las cucarachas; los ciempiés ocupan el número 9. Sí, así fue, lo que había ejecutado era un ciempiés, ni tan grande ni tan pequeño, sólo con el tamaño suficiente para que nunca me fuera a dormir hasta que llegó el amanecer. Sí, busqué en los rincones, bajo las almohadas y bajo todo aquello que pudiera ser un escondite; busqué porque en mi neurosis imaginé una infestación. Nada, no había nada, hasta el día siguiente cuando mi hija se topó con un segundo espécimen. No sé si son como los alacranes de los que dicen que “andan en parejitas”. No sé si era el amante del muerto o bien el muerto resucitado o el fantasma del ciempiés asesino. No pude comprobarlo porque el cuerpecito deshecho del que había matado la noche anterior ya andaba en el camión de la basura. Total, terminé limpiando el cuarto de mi hijo con frenesí alimenticio, como el de un tiburón devorador de polvo, papelitos, telarañas y todo lo que yo creyera era viable para que los ciempiés se produjeran por generación espontánea según lo dictaba mi imaginación.
Lo sé, es normal encontrar bichos de vez en cuando, más si este departamento colinda con la madre naturaleza; además las lluvias lo verdean todo y provocan la proliferación de sabandijas que buscan guarecerse de la inclemencia. Pero todo esto tuvo su lado amable, pues la adrenalina que me provoca mi aversión también me saca de mis baches creativos. Igual soy yo la que atraigo a esos bichos, para que me hagan reaccionar. Son una especie de hada madrina con exoesqueleto que me apoya en mis proyectos.
No temo a los monstruos de las películas ni a los que ha labrado el hombre o ha dibujado en papiros perdidos. Para mí, mi monstruo personal, exclusivo, tiene antenas y piecitos diminutos, se escurre y se agazapa en cualquier rincón. Mi monstruo cabe en la palma de una mano y bajo la suela del zapato, pero es inmenso como todo monstruo debe serlo. Supongo que todo mi miedo, todo lo que creo desconocido, velado, peligroso y devastador, está reconfigurado en un cuerpecito de insecto. Total, cada quién su infierno. Pero también cada quién su forma de exorcismo, porque así como les temo a los insectos vivos, no tengo reparo alguno en comérmelos.
Ahora que estamos en el mes patrio, podría tener en mi mesa una cazuela generosa de escamoles, con su epazote bien puesto; unos chapulines llenos de ajo y chilito picoso, unos jumiles saladitos, y unos gusanos de maguey crocantes. Me animaría a probar bichos garapiñados y bañados en chocolate. Porque están muertos, porque son sabrosos, comestibles y nutritivos. Pero sobre todo, supongo, me gustan porque puedo comerme al monstruo.
En las distintas culturas de hábitos carnívoros, sin dejar a un lado el canibalismo, se argumenta que el comer tal o cual parte le da al comensal el poder y la fuerza que contenían. Uno se come la templanza de ese hígado, la bravura de ese corazón, la iluminación de tal seso, la fuerza de ese brazo o la velocidad de esa pierna. No sé, supongo que al comerme al monstruo, el monstruo soy yo. O me devoro mi horror para no sentirlo: o lo asimilo, lo acepto, lo digiero y luego lo expulso para que se vaya lejos, a las alcantarillas, hasta la inmensidad de las fosas sépticas o al mismísimo centro de la Tierra que es donde seguro se encuentra el averno.
A lo mejor mi fobia es la simplificación de mis miedos: los hace manejables, susceptibles del insecticida y el zapatazo. O sacrificables sobre una tortilla calientita rebosantes de salsa picante. Es la forma en que puedo revertir un miedo que me paraliza, como el que siento cuando no puedo escribir por sentirme incapaz de lograr una trama, de que mi prosa no dé el tono y valide el sinsentido del oficio que elegí. Ese miedo que me hace no hacer nada una noche y que es el mismo que, a la larga, me sacude cuando se transforma en horror ante cien pies que caminan sobre una hoja en blanco imaginaria, tan negros como las letras de los impresos que he escrito y que quiero escribir.




