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domingo, diciembre 21, 2025

Gertrude Bell / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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“Esta vidriera es a la memoria de Gertrude / Versada en el conocimiento del este y el ostes / Servidora del estado / Poeta Historiadora Anticuaria Jardinera Montañera Exploradora / Amante de la naturaleza y las flores y los animales / Amiga hermana hija incomparable”. Ese es el texto que se puede leer en una de las ventanas de la iglesia de San Lorenzo en Yorkshire y que como dibujos alegóricos tiene la silueta del Magdalen College de Oxford y Kadhimain, un monumento de Bagdad. Ambos dibujos, mejor aún que el texto, definen perfectamente el espíritu de Gertrude Bell.

  1. G. Hogarth, el arqueólogo que cavaría siendo presidente del Comité para los asuntos árabes y uno de los espíritus cercanos a T. E. Lawrence, fue el encargado de escribir su obituario para The Times. “Ninguna mujer en estos tiempos”, escribió, “ha combinado sus virtudes -su gusto por la aventura ardua y peligrosa, su competencia en arqueología y arte, su distinguido talento literario, su simpatía para todos los tipos y condiciones de hombres, su visión política y la apreciación de los valores humanos, su vigor masculino, un sentido común agudísimo y una eficiencia práctica- con un encanto femenino y uno de los más románticos espíritus”.

Semejante elogios y descripción pueden resumirse, aunque no sólo, en el título de la biografía que le dedicó Georgina Howell “Reina del desierto, hacedora de naciones”. O más resumido, aunque injusto, la Lawrence de Arabia femenina. Es difícil encontrar o señalar dos hechos que hicieran de ella algo inolvidable, serían su apoyo en la coronación en 1921 del emir Faisal como rey de Irak y la creación del lamentablemente famoso, por el expolio, muchos años después Museo Arqueológico de Irak.

Como buena inglesa de alta cuna concebida en las postrimerías del siglo XIX (el 14 de julio de 1868) su nombre no era tan sencillo como aquel con que ha pasado a la historia. Gertrude Bell era en realidad Gertrude Margaret Lowthian Bell, la heredera de sir Isaac Lowthian Bell, uno de los empresarios siderúrgicos más ricos de toda Inglaterra. Herencia triste porque su madre murió cuando ella contaba tres años de edad, algo que afianzaría la relación con su padre, casado en segundas nupcias con una escritora (justamente olvidada) Florence Olliffe, responsable de la primera fascinación de Gertrude con oriente.

Por supuesto, Gertrude fue escolarizada en casa con preceptores y gobernantas y demostró una inteligencia superior a la de muchas herederas de su época lo que hizo que su padre la mandara a una de las mejores instituciones de su tiempo. Queen’s College. Allí destacó en historia, tanto en calificaciones como en inquietud, y fue su propio maestro de esa asignatura el que le propuso que continuara sus estudios en Oxford donde fue una de las primeras (y todavía escasas) mujeres. Además, en lugar de estudiar como muchas de las pioneras ciencias, Gertrude se decidió por uno de los últimos cotos masculinos, la historia.

Gertrude lo tenía todo. Guapa, elegante, hasta el extremo de la coquetería, inteligente. Le faltaba un marido para estar completa en su época. Sin embargo, para dicha tarea, tal vez por demasiado inteligente o por demasiado altanera, no consiguió que ninguno de los que por posición social pudieran ser su esposo consiguiera quedarse con ella más (a veces incluso menos) de lo que duraba una fiesta.

Y, valiente como ella sola, decidió irse a buscar o el amor o la aventura lo más lejos de casa posible, a Irán donde sí habría de conocer a un hombre por el que se sentiría atraída y que le resultaba atractivo: Henry Cadogan. Henry era el secretario de la embajada, un puesto que en la Inglaterra colonial era para jóvenes inteligentes pero sin fortuna. Hugh Bell, por supuesto, se negó a aceptar semejante compromiso. A él que moriría en 1893 le dedicó su primer libro, Persian Pictures que publicaría un año después.

Intentó ser feliz en Europa pero en 1889 regresó a oriente en una expedición de la que ella misma era la exploradora y que como sería costumbre sería acompañada, como escribió un contemporáneo, “de sus pistolas y sus sirvientes”. De esa experiencia viajera dejaría un libro que maravillaría a sus contemporáneos por el hecho de estar tan bien escrito, tener una materia tan exótica y, por supuesto, en aquellos tiempos, estar escrito por una mujer.

Otro de sus libros, The Desert and the Swon de 1907 habla de su emoción y pasión por la arqueología que compartió con el, además de arqueólogo, experto neotestamentario William M. Ramsey con el que excavó en Binbir Kilise. Y ese mismo año ella misma encontró las ruinas del que iba a ser uno de sus amores, Munbayah, “la que probablemente sea la Bersiba de la lista de Tolomeo”. En el desierto habría de conocer en 1911 también a Lawrence de Arabia cuando todavía era T. E. Lawrence.

Tras la primera guerra mundial, Gertrude volvió al oriente de sus amores que encontraría muy cambiado. Ahí le tocaría ser testigo de las matanzas (genocidio) de los turcos contra los armenios o la cada vez más corrupta política del rey Faisal. Y, sobre todo, se sentía ya vieja y con cada vez menos oportunidades, con la llegada a oriente de nuevas y diferentes generaciones de ingleses, cansada y sola.

En el verano de 1926 Gertrude, a sus sesenta años, no tenía a nadie en el palacio en que pasaba cada vez más largas temporadas, alejada de la arqueología y de la política activa. El 12 de julio, aunque ninguna fuente oficial se atreve a afirmarlo con seguridad, Gertrude Bell se suicidó.

 

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