Por Jesús Morquecho
De acuerdo con Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, en su informe sobre conflictos armados 2015, entre ellos guerras civiles, insurgencias y diversas formas de violencia, podemos ver que, aunque el número de conflictos activos pasó de 63 en 2008 a 42 en el 2014, el número de muertes pasó de 56 000 a 180 000. En el mismo se menciona a México como uno de los países que sufre altos niveles de violencia debido al conflicto con grupos criminales asociados al narcotráfico y sitúa a México en el tercer lugar entre las naciones con más de 15 000 víctimas en el 2014.
Si a esto sumamos el número total de desaparecidos, que de acuerdo con la Secretaría de Gobernación y la Procuraduría General de la República, asciende a más de 25 000, de los cuales más del 50% son personas entre los 15 y 34, las muertes de mexicanos en Estados Unidos en manos de policías, las muertes laborales y por enfermedades laborales, ser mexicano es peligroso.
Ante tales datos surgen muchas inquietudes, preguntas y reflexiones. México era reconocido como un país en donde se promovía el respeto al derecho ajeno, la solidaridad, la familia, se apostaba a que la juventud era el futuro, que estábamos en vías de desarrollo y que nuestra democracia estaba mejorando. Éramos un país con una gran cultura y valores. Por lo menos eso, se nos había tratado hacer creer.
Que el tratado de libre comercio nos haría ser una potencia económica que nos catapultaría a mejores niveles de tecnología y bienestar. Que debíamos mejorar nuestra mano de obra para acceder a empleos mejor remunerados.
Que las nuevas reformas y más leyes generarían un mayor estado de derecho y progreso para cada mexicano. Que habría mayor seguridad y estabilidad para el país. Que se generarían más y mejores empleos. Que se impulsaría una mayor transparencia en todos los órdenes de gobierno.
Que le habíamos apostando a la educación, con más y mejores libros, con más tecnología, con capacitación para maestros, nuevos métodos y programas de punta y más y más evaluaciones.
Con este panorama y ante el pequeño avance en algunos rubros y el retroceso de muchos, hay muchos que buscamos respuestas y soluciones; algunos le apuestan a la anarquía, a la política, a candidaturas independientes, a más leyes y reglamentos, más tratados, a marchas, a las redes sociales, a un nuevo gobierno, a un nuevo orden mundial, una sola ley mundial, una sola economía, una sola religión.
Por otro lado hay quienes creemos que la solución es un camino largo y difícil, lleno de dificultades e intereses de algunos cuantos en detrimentos de las mayorías, y que ese camino debe ser recorrido por todos los ciudadanos, ejerciendo su libertad y derecho con rumbo hacia un pleno uso de sus derechos en una democracia participativa.
Ciudadanos que reconocen que la transformación que requerimos no vendrá de los políticos, de reformas legislativas o leyes internacionales, sino de una revolución de la consciencia y de los valores de la sociedad con destino a una ciudadanía crítica, honesta y activa de la política.
Por ello pasemos del desánimo a la participación, de la indiferencia a la solidaridad, de los actos corruptos a la legalidad, del soborno al trabajo, de la queja al reconocimiento de nuestras debilidades, de la búsqueda de una esperanza a la planeación y el trabajo para hacer de México una nación mejor. Por ello mejor, hagámoslo nosotros.




