Más de uno ha visto información en la red o documetales sobre el Manene, un ritual que se realiza en Indonesia. Consiste en sacar a los muertos para acicalarlos. Los cuerpos están momificados. Les ponen ropa limpia, los peinan y los pasean. Algo similar ocurre aquí en México. En Pomuch, Campeche se realiza la “limpieza de huesos”. Pueden encontrar información variada sobre este ritual. La revista Vita Brevis, revista electrónica de estudios de la muerte, contiene un artículo escrito por un grupo de investigadoras de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. El ensayo es un coleccionable: tiene fotos, citas y transcripciones de los habitantes.
En Pomuch, tras la muerte de un familiar, se le entierra. Se exhuma el cuerpo a los tres años para realizar la primera limpieza. No existe un osario propiamente. Los restos son depositados en cajas de madera. El interior se cubre con un paño blanco, bordado, parecido a un pequeño mantel. La calavera del familiar siempre se coloca arriba. No se tapa la caja del todo, se deja abierta para que pueda “respirar”. Cada año se sacan los huesos y se limpian, se reemplaza el paño de ser necesario. Así quedan listos para el Hanal Pixán, la celebración maya del Día de Muertos.
Hanal significa comida y Pixán alma que da la vida al cuerpo. Los platillos que se presentan en el altar constituyen la comida de las almas. El más representativo es el pibipollo o Mukbil pollo. Su preparación inicia desde el remojo del maíz nuevo, la molienda en el nixtamal, y la elaboración de la masa y su relleno. Este tamal contiene pollo y cerdo aderezados con una salsa de axiote. Se envuelve con hoja de plátano y se le hace un atado en forma de la rosa de los vientos. Su cocción es bajo tierra, como en el caso de la barbacoa. Los pibipollos se entierran, como se hace con los muertos. El primer pibipollo que se extrae está destinado al altar.
El paralelismo entre los entierros, la limpieza de huesos y el pibipollo es toda una metáfora. La forma de este tamal emula la de las cajas-osarios. Su relleno, carne y salsa roja, como la sangre. El entierro de los atados, para su cocción y la posterior “exhumación”, se sincroniza con el ritual de limpieza. Los tamales se transforman en alimento tanto de vivos como de las almas de los que han muerto. Los huesos que se sacan son un alimento espiritual para los vivos. No lo considero tétrico. Al contrario, es una de las pruebas de que los rituales mortuorios han estado acompasados con las cosechas, no sólo en los pueblos prehispánicos sino de distintas partes del mundo. La cosecha lograda significa la posibilidad de sobrevivir al invierno, y así tener oportunidad de sembrar de nueva cuenta y ver los primeros retoños del inicio del ciclo. En nuestro país, estos rituales enaltecen la memoria de los que se han ido, pero celebrando lo que todavía es vital.
Para mí, comer es la máxima vitalidad, no sólo porque empleamos todos los sentidos sino porque es la primera necesidad a cubrir. Un grupo social que ha encontrado cómo proveerse gana tiempo libre para desarrollar otras áreas. Si comer ya no es la prioridad, el pensamiento y la actividad física pueden dirigirse a otras metas. Donde el alimento abunda, la civilización encuentra su nicho. Pero también, como dicen por ahí, el ocio es la madre de todos los vicios. Si la vitalidad no es dirigida al bien común o a actos de iluminación, el caos y la autodestrucción lo invaden todo. La celebración del Día de Muertos nos recuerda que aquí sólo estamos de paso. Tomar consciencia de nuestra propia mortalidad debería movernos a vivir mejor. Respetar a los muertos nos enseña a respetar a los vivos.
La limpieza de los huesos es una tradición que podría desaparecer. Las tradiciones también tienen su propio ciclo, se renuevan constantemente. Otras festividades han entrado a nuestro país, pero no es la primera vez. Uno lo sabe y lo reconoce al ver la celebración maya entre crucifijos y rosarios. Nuestra identidad no está fija, es cambiante. Pero el origen, la esencia de lo que se celebra, es lo mismo. Ya lo he dicho antes, los muertos no tienen nacionalidad. Las momias de Indonesia o los huesitos de Pomuch, son amados por sus parientes. El dulzor es el mismo en el pan de muerto simple o en el relleno de Nutella. La sonrisa blanca de una calavera de alfeñique me hace sentir viva al igual que la sonrisa solar de una calabaza de Halloween. La tradición no radica en los elementos que se utilizan para accionarla sino en lo que nos mueve a repetirla una y otra vez. Es la verdadera comida del alma: sin nacionalidad, tendencias, juicios; tan aromática y sabrosa que podría servirse en cualquier mesa o altar.