Si a alguna familia, real y no literaria, puede aplicársele el conocido principio de Anna Karenina (“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”) es a los Kennedy. Y, sin embargo, su infelicidad, asesinato, muerte accidental, amoríos descontrolados, riqueza y poder casi sin corrupción, tenía un secreto muy bien guardado: Rose Marie “Rosemary” Kennedy.
Rosemary, como era habitual en las familias más acomodadas a principio de siglo, nació en la casa familiar de los Kennedy un trece de septiembre de 1918. Nació en una casa que, como buena casa solariega, estaba en pleno campo lo que hizo que el traslado del médico fuera, cuanto menos, lento. Y en esa espera la enfermera le pidió a la Rose Fitzgerald, la madre, que, en mitad de la labor de parto, cerrara las piernas y aguantara hasta la llegada del doctor. Rosemary esperó dos angustiosas horas en el canal de nacimiento atenazada por la presión de la madre lo que cortó, momentáneamente, el flujo de oxígeno lo que le ocasionaría cierto retraso mental, un “defecto” (las comillas son de la época) que llevaría a un intento, bastante logrado, de ocultación por parte de la familia.
La familia, sin embargo, ya mucho tiempo después de muerta presentaba, según fuera el entrevistado para la única biografía publicada de Rosemary, historias diferentes. Eunice atribuye a la falta de oxígeno los problemas de la mayor de los Kennedy y recuerda vivamente, aunque se les encargaba guardar silencio, los diagnósticos susurrados de los doctores que incluían “enfermedad mental y epilepsia”. Otras fuentes de la familia, no identificadas pero cercanas, atribuyen la condición a los abuelos por parte materna que se habían casado entre sí, endogámicamente como era normal entre las familias patricias de la costa este, aun siendo primos. Y, sin embargo, fuera de la familia más cercana, hermanos exclusivamente, nadie, ni siquiera los amigos más íntimos “deberían” saber nada de la “condición” de la niña.
A cambio de, o en reconocimiento por, una nueva cancha de tenis, el convento del Sagrado Corazón en Rhode Island, una escuela para familias católicas, la mayor parte de ascendencia irlandesa, y pudientes, aceptó encargarse de la educación de la primera hija del matrimonio Kennedy. Como todos los niños del estado de Massachusetts, Rosemary tuvo que presentar el test de Binet para poder pasar del jardín de niños a la primaria. Lo falló por dos veces con la misma puntuación en su coeficiente de inteligencia entre 60 y 70. “Rosi”, como también la llamaba el círculo más íntimo, el único al que tenía acceso, tenía a su servicio dos monjas y una maestra especial, la señorita Newton. Jamás pasaría, a pesar de la dedicación de sus acompañantes, de la inteligencia que se supone que tendría una alumna “normal” (comillas otra vez, cortesía de la época) que estuviera cursando cuarto grado. Durante toda su vida leyó con pasión e inteligencia, los libros de Winnie-the-Pooh.
La familia se debatía entre el silencio, mitad compasivo, mitad social, y la necesidad de afecto. Cuando, por ejemplo, su hermano mayor, Jack Kennedy, hermano del futuro presidente de los Estados Unidos, fue asignado como chaperón a Rosemary para que esta tuviera el permiso para ir comentó, en una carta a la familia que la muchacha “no parecía para nada diferente”. Sus diarios de los años treinta, que no tendrían ningún interés sino fuera por su apellido y que no fueron publicados hasta los años ochenta, no se diferencian en nada de los de cualquier joven su posición de aquellos mismos años. “Almorzamos en la sala de baile de la casa Blanca. James nos llevó a ver su padre, el presidente Roosevelt”. O “prueba de vestido con Elizabeth Arden. Almuerzo en casa. Por la tarde, torneo”.
Su condición, cada vez más difícil de mantener oculta por la familia, no impidió que su padre, embajador ante la corte inglesa, en un alarde de “normalidad” montara un baile de debutantes ante el rey Jorge VI y la reina Isabel de Inglaterra. A pesar de que Rosemary trastabilló varias veces y se cayó, además de moverse con evidente lentitud, la familia consideró todo un triunfo el baile y jamás comentó ninguno de los “errores” de la hija. Pero cada vez era más difícil de ocultar la condición de la hija que, además, conforme pasaba el tiempo añadía un cierto componente de rebeldía e insubordinación, negándose a ser tratada como la niña que todavía, al menos mentalmente, era.
La familia, preocupada por la condición cada más difícil de disimular de Rosemary, acudió cuando tenía veintitrés, en noviembre de 1941, a los médicos de confianza de la familia. La ciencia en aquella época recomendó un nuevo tratamiento para su curación, la lobotomía. El testimonio del doctor resulta espeluznante: “Cuando le abrimos la cabeza, creo que estaba despierta. Apenas le habíamos dado un tranquilizante (…) Abrimos el frente de la cabeza a través del cerebro. (…) Íbamos encomendado tareas como recitar el padrenuestro, cantar el himno o que contará en inversa. Cuando se volvió incoherente en sus respuestas dejamos de trepanar”. La operación salió mal. Volvió a una edad mental como de dos años. Ya no pudo caminar, ni hablar inteligiblemente además de volverse incontinente. La familia dedicó ocultarla.
Primero fue enviada a un hospital privado, Craig House, en Nueva York. Después a una casa que estaba en los terrenos del Colegio San Coletta para Niños Excepcionales. “Excepcionales” en el sentido no de destacados intelectualmente, sino todo lo contrario. De su cuidado, y olvido, se encargaron dos monjas, una estudiante y una maestra de cerámica que acudía tres veces a la semana. Tuvo, incluso, un doctor que la supervisaba semanalmente. Es decir, todo aquello que el dinero podía comprar. Excepto la salud.
La familia no explicó la “desaparición pública” de la hija (y hermana) hasta que su hermano, JFK, llegó a la presidencia. Se reconoció que era “mentalmente retrasada” pero no se habló de la lobotomía. En su memoria, sus hermanos, tratándola al contrario que sus padres, establecieron programas de apoyo a los niños y jóvenes con discapacidad mental. Está enterrada en el cementerio familiar entres sus padres.




