“Cuando la maté dije: queréis su cuerpo, ahí lo tenéis, pero su alma es mía”. Así resumía Aurora Rodríguez en el juicio por el asesinato de su propia hija el motivo que le había llevado a matarla. A primeras horas de la mañana del 26 de mayo de 1933, Aurora, para estar sola en casa, le pidió a la criada que paseara a una hora tan intempestiva a los dos perros con que convivían. Hildegart estaba todavía dormida cuando su madre le disparó a bocajarro cuatro tiros, tres, primero en la cabeza, y un cuarto en el corazón. Probablemente ya estaba muerta desde el primero.
Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda y María del Pilar Rodríguez Carballeira estaba concebida, y preconcebida, por su madre como una mujer perfecta. Aurora Rodríguez Carballeira, rica heredera gallega, influida por la doctrina marxista quiso crear una heroína a la que educaría ella misma creando, así, a la primera mujer del futuro socialista. En 1914, apenas un mes después de muerto su padre que le heredó todas sus posesiones que le daban rentas suficientes para dedicarse en exclusiva a su tarea eligió a un capellán castrense, sacerdote del ejército, como el padre biológico de hija. Una vez embarazada, y con la condición de no permitir que el padre biológico viera a la niña para evitar nocivas influencias externas, se marchó a tenerla a Madrid aunque pudo verla hasta los cuatro años, edad en que la prohibición de la madre se volvió tajante. A la contradicción que alguien de sus creencia eligiera a un sacerdote relacionado con los militares se suman la de bautizarla, a pesar de su ateísmo, e inscribirla en el registro civil a pesar de considerarlo un medio de presión del poder.
Como estaba previsto, y bajo la estricta vigilancia de su madre, la más temprana infancia de Hildegart fue la de una niña prodigio. A los ocho meses comenzó a hablar, a los dos años leía y a los tres escribía y tocaba el piano decentemente. Su primer título, el de mecanógrafa titulada, lo consiguió a los cuatro años. A los ocho, hablaba, leía y escribía con fluidez inglés, francés y alemán (según otros biógrafos, a esas habría que añadir el latín, el portugués y el italiano). A los trece, terminó el bachillerato y comenzó la carrera de derecho que terminó a los diecisiete, siendo la abogada más joven del país, compatibilizándola con letras y medicina, que no llegó a terminar.
Y Hildegart, de cuya educación política y social también se encargaba su madre, destacó también muy joven en la esfera pública. A los once años daba conferencias sobre feminismo y sexualidad. A los catorce, desobedeciendo por primera vez a su madre, ingresó en el Partido Socialista desde donde, en publicaciones como La Tierra y El socialista, defendería el aborto y la educación libre e independiente y, extrañamente la pena de muerte y la eugenesia, partido que abandonaría al año siguiente por el más radical Partido Federal. Con quince años, Hildegart ya es una figura de prestigio internacional como sexóloga y experta en filosofía. Ya ha escrito La rebeldía sexual de la juventud, Sexo y amor, La limitación de la prole o El problema sexual tratado por una mujer española, que vendió 8.000 ejemplares durante la primera semana de su edición.
Hildegart, adolescente, empieza a colaborar con Gregorio Marañón, subyugado por la eugenesia de la que ella es una prueba viva, desde la secretaría en la fundación de la Liga Española por la Reforma Sexual, movimiento defensor de la vida sexual y la emancipación de la mujer. La obra de Hildegart pronto la convierte en un referente a nivel europeo y el reconocimiento de las figuras más representativas en la materia no se hace esperar. Todos querían trabajar con la española que, “sin haber conocido varón”, según dijo de sí misma, escribía sobre sexualidad de manera tan acertada. Hildegart mantiene correspondencia con los escritores más vanguardistas sobre el tema. Havelock Ellis, que la llamaba como ‘la virgen roja’ le agradeció con especial énfasis las traducciones de su obra al español hechas por ella. H. G. Wells, a quien guiaría en una visita a Madrid conquistándolo con su conocimiento y sus escritos hasta el punto de querer convertirla en su colaboradora en Londres, algo que ella contemplaba como una oportunidad de huir del yugo materno.
Cuando Hildegart quiso dejar la casa para vivir solita, Aurora no pudo soportarlo. Ya en distintas ocasiones su “creación”, como solía llamarla, había intentado alejarse de su madre, empezado a arreglar su apariencia exterior e incluso flirtear con algún chico. Y como toda respuesta de su madre, recibía una amenaza de suicidio. Espía constantemente las conversaciones de su hija por teléfono, llegando en un momento de excitación a arrancar el auricular cortando el cable con un cuchillo. Ante la disyuntiva de dejar marchar a su hija o continuar agarrándola con fuerza, Aurora tuvo una única solución, la más drástica: deshacerse de ella. Ella la había creado, ella la destruiría, fue su único y obsesivo pensamiento hasta el mismo día en que la asesinó. Unos días antes, Aurora había llevado a Hildegart a su terraza para disparar un revólver y demostrarle a la hija que hay que ser fuerte, y que ella no tiembla y tiene el pulso bien seguro.
Aurora Rodríguez fue condenada a veintiséis años y ocho meses de prisión, permaneciendo en la cárcel hasta que, en diciembre de 1935, fue trasladada al Sanatorio Psiquiátrico de Ciempozuelos, donde falleció en diciembre de 1956. En el momento del ingreso en la prisión le dijo a la vigilante que la acompañaba: “Tres cosas hay en la tierra que significan triunfar en la vida: crear, luchar y matar”. Al ver su celda, según la misma vigilante, exclamó: “¡Qué horror! ¡Qué inhumano! Para estos casos debería haber una habitación especial, adornada con flores”.
