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domingo, diciembre 21, 2025

El sueño y la jauría / La escuela de los opiliones

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Camino mucho y, por ello, a veces también camino en mis sueños. De Cholula, di un giro en una esquina, y llegué a las calles chilangas de mi infancia: la Moctezuma, la Jardín Balbuena, el viejo mercado Kennedy. Reconocí el aroma de algunas flores y me sentí en casa bajo las luces amarillas, sucias y nocturnas de mi niñez. Me encontré a unos grafiteros en el camino. Les pregunté si contemplaban rayar algunos letreros de publicidad feos y abandonados en Cholula. Ellos me dijeron que no, porque eran nuevos, y porque el dueño todavía estaba al tiro de esos. Asentí como quien comprende algo y uno de ellos, por si las moscas, se unió a mi pequeño viaje onírico. Quería ver los letreros para imaginar lo que pondría en ellos y prometió acompañar hasta el final del viaje.

Entré a mi vieja primaria y adentro me encontré con J, quien murió el año pasado después de luchar unos años contra el cáncer mamario. En el sueño era una directora de escuela y me regaló diez libros. Eran libros delgados, viejos y olvidados. Escuché que debían ser quince pero ella sólo me entregó diez porque ya sabemos cuántos has comprado y cuántos de verdad lees al año, maldito acumulador de pastas, pegamentos y hojas. Claro, la miraba y la miraba, y sabía que era un sueño porque ella no debía estar ahí, pero aún así me gustaba tenerla cerca y recordé un viejo juego de algunos creadores: el de las 108 estrellas del destino. Ya regresaba a mi lugar, después de tomar el regalo de J, pero vi otros tres que cacharon mi atención: una trilogía de novelas escrita por Katsuhiro Otomo (el creador de Akira. Ignoro si él ha escrito novelas de algún tipo pero soñé con ellas). J me prohibió llevármelas y prometí algún día escribir de ellas, o escribir sobre ellas, o escribirlas, pues tengo la superstición de que ignorar a los libros soñados sólo puede traer la desgracia.

Salí de la escuela, el grafitero todavía iba conmigo, cuando me tomó del hombro porque lo asustó una detonación. Se empezaron a balacear las dos bandas rivales y se escuchaban los gritos de la gente, pero los villanos se reían y nos decían: miren, sólo es pintura, sólo es pintura. Yo estaba muy preocupado por mis libros y por llevarme al chavo conmigo, cuando Nico, mi basset hound, llegó corriendo de algún lugar. ¿Sabes cuánto caminó para llegar hasta acá?, le pregunté al chavo y él negó con la cabeza, y se tapaba las orejas, pues seguían disparándose, y solté los libros, solté al grafitero, y cargué a Nico en mis brazos. Le pedí que me sacara de aquí y desperté.

Claro, cuando desperté, Nico me miraba. La perra parecía gozar mi duda en el momento previo a tener el primer pensamiento coherente: necesito desayunar algo. Todavía estaba buscando un camino de la Balbuena a Cholula y me preguntaba donde estaban mis diez libros. Ya mordiendo mi rebanadita de queso panela, sí, pensé que durante una fracción de tiempo, el sueño de Nico y el mío se sincronizaron y así me convertí en un episodio de la dimensión desconocida, o el caso de un psiquiátrico, o el juego metafísico de mi perro. Los animales son otro eterno juego de ficción porque, sin importar cuántos estudios les hagamos y de cuántos colores veamos se ilumina su cerebro, siempre tendremos esa duda: ¿pero piensan? ¿Sabrán español? ¿Qué piensan en su idioma? ¿Y qué opinará de que me guste la pepsi en vez de la coca?

Hay un cuento de Bef que trata de unos leones que toman la ciudad. El cuento me fascinaba hasta que, mientras mi perra y yo caminábamos por las calles de Cholula, en el camino nos encontramos una jauría de 24 perros. Trotaban en fila, muy organizados, y la gente se hacía a un lado para dejarlos pasar. Los perros no ladraban, no se detenían, simplemente seguían su camino. Nico y yo esperamos a que se fueran antes de seguir nuestro camino. Después de eso, quizás yo también exagero, los leones me parecieron un pelín exagerados (lo cual me recuerda la recomendación de una película independiente que tengo anotada pero todavía no veo: White God). Anotaré esto aquí para no olvidarlo. Tal vez el inicio del mundo está en soñar un libro y el fin del mundo son los animales abandonados, despreciados; los hijos de aquellos a quienes un hogar les fue prometido y a cambio sólo recibieron una larga caminata. ¿Y qué libro no es, también, una larga caminata para tratar de regresar a casa?

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