Después de 88 años de que el presidente Calvin Coolidge asistiera a la VI Conferencia Panamericana en La Habana, estos días de marzo un presidente norteamericano vuelve a visitar Cuba. Raúl Castro recibe a Barack Obama para cerrar de manera definitiva, aunque con un notable retraso de dos décadas y media, un absurdo remanente de la Guerra Fría en el continente, y abrir una época de normalización de las relaciones entre los países que ambos mandatarios, por ahora, encabezan.
Llegar a este encuentro no fue sencillo. Por más de cinco décadas hubo que enfrentar serios intereses económicos y políticos en ambos países, romper inercias ideológicas, desafiar estructuras burocráticas, doblegar espíritus bélicos, esperar cambios generacionales y, como muestra el magnífico e imprescindible libro de LeoGrande, William M. y Peter Kornbluh, Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana (FCE, 2015), el desplegar una tenaz, imaginativa, discreta y al final exitosa, diplomacia para hacer posible este reencuentro.
Pero ¿qué cabe esperar de esta reanudación de relaciones diplomáticas, sobre todo en las condiciones de vida de los cubanos? En principio no mucho, al menos al corto y mediano plazo.
En primer lugar porque la normalización de relaciones no fue alineada a la apertura de una época de transición política en Cuba ni de un mayor respeto de los derechos humanos. Por ahora, ni el Estado, ni el Partido Comunista Cubano ni la gerontocracia que los administra, tienen mayores incentivos para alterar las reglas ni las instituciones sobre las que basan su omnipresente control del poder público. Para muestra un botón reciente: entre enero y febrero de este año, es decir en vísperas de la visita de Obama, se registraron dos mil 555 detenciones arbitrarias de opositores de acuerdo a la Comisión Nacional de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, organización cubana independiente.
Excluir de la ruta de acercamiento diplomático a la transición política fue censurada por no pocos políticos y comentaristas tanto en Cuba como en los Estados Unidos. Pero, en todo caso más que un aval a la dictadura tropical, lo que expresa ello es la confianza que la administración de Obama tiene en que, a mediano plazo, lo que será decisivo es la influencia que la cultura liberal, los valores políticos democráticos y una política exterior asentada en la legitimidad y autoridad moral, los tres pilares del llamado smart-power habrá de tener al interior de la isla.
La experiencia de las cinco décadas anteriores señalan que es más inteligente, prudente y factible promover las instituciones democráticas desde la cooperación y el pragmatismo, el diálogo abierto y franco, o, dicho de otro modo, procurando normalizar las relaciones entre ambos países.
En el ámbito económico no hay tampoco, de momento, muchas razones para el optimismo. Del lado comercial habrá que esperar a que el Congreso Norteamericano ponga fin al embargo -vigente desde 1960-, hecho poco probable que ocurra en la presidencia de Obama y que tiene una dudosa perspectiva ante la incertidumbre de los resultados electorales del próximo 8 de noviembre en Estados Unidos.
En cuanto al posible flujo de inversión norteamericana a la isla, proveniente tanto de Florida como de otras regiones, el panorama no es muy alentador. Después de varias visitas o misiones que varios inversionistas norteamericanos realizaron en los últimos quince meses en la isla, lo que han encontrado es un clima de negocios distinguido por limitadas y precarias oportunidades de inversión, gran rezago técnico y de infraestructura y un marco normativo y laboral sobrerregulado. De entrada, entonces, no parece razonable esperar que el acercamiento diplomático venga acompañado de un generoso portafolio de inversión directa.
En el ámbito de las relaciones internacionales o, de manera más delimitada, en el escenario latinoamericano, tampoco cabe esperar demasiados cambios. Si bien es seguro que ambos países abandonen o reserven para ocasiones especiales su tradicional y cansina retórica antiimperialista (Cuba) y anticomunista (Estados Unidos), el único cambio relevante en el horizonte es que Cuba se verá obligada a realizar un serio esfuerzo por redefinir el perfil de sus relaciones con los países de la región y, en especial, en sus vínculos estratégicos.
No debe olvidarse que el acercamiento de Cuba con Estados Unidos no es ajeno al creciente distanciamiento de los ciudadanos de Argentina, Brasil y, sobre todo, Venezuela con gobiernos de izquierda que, hasta hace poco, ofrecían a Cuba una alianza política cuya retórica estaba hinchada del más primitivo antinorteamericanismo y antineoliberalismo. Hoy, Cuba no sólo ya no cuenta con ello, sino, mejor aún, en realidad ya no lo necesita en absoluto.
La diplomacia cubana, entonces, habrá de trabajar para que, en las relaciones con sus vecinos, todo lo que se pierda en densidad ideológica y belicismo lo vaya ganando en líneas concretas y fértiles de cooperación comercial, económica, tecnológica y cultural.
Ironías de la historia: la nueva proximidad con los Estados Unidos podría conducir a Cuba a descubrir una parte de América Latina con la que simplemente era incapaz de dialogar en serio y cooperar.
En breve: Barack Obama y Raúl Castro han protagonizado estos días un encuentro histórico cuya relevancia, por ahora, es mayor por aquello que clausura que por lo que inaugura.
