Jesús Medina Olivares
Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda
Martin Luther King
En las sociedades democráticas modernas la participación ciudadana es el soporte necesario de la representación política. Ambas se necesitan mutuamente para darle significado a la democracia y ésta es, primordialmente, una cuestión política.
Después de los grandes acontecimientos de los 80: El triunfo del neoliberalismo como corriente ideológica, la caída de los regímenes comunistas que culminan con la caída del muro de Berlín, así como el auge de los movimientos democráticos, la historia estaba comenzando con nuevos paradigmas que han provocado un cambio en la concepción del Estado y sus instituciones, en el diseño y aplicación de políticas públicas, así como en el ejercicio del poder.
Lo anterior lo sintetiza muy bien la frase célebre que acuñó Francis Fukuyama: “El fin de la historia”
Este nuevo contexto ha modificado también la relación tradicional entre gobernantes y gobernados. El Estado al servicio de los ciudadanos. Que el gobierno existe para el pueblo y no inversamente y que cualquier política pública hecha al margen de la ciudadanía está destinada al fracaso.
Esto significa que la función pública ha adquirido un carácter más plural, abierto y dinámico y que requiere de canales de comunicación institucionales más eficaces para fortalecer la participación ciudadana en los procesos decisorios como condición indispensable para ampliar la base de su legitimidad.
La participación ciudadana es un término que aludimos constantemente desde planos muy diversos y para propósitos muy diferentes, pero siempre con la idea de incluir opiniones y perspectivas de la sociedad. Para dirimir problemas, encontrar soluciones o para hacer confluir voluntades dispersas en una acción compartida.
Pudiéramos decir que la participación ciudadana, como consulta, es una modalidad de participación directa de la población en la toma de decisiones públicas.
Los mecanismos más conocidos son el referéndum, cuando se trata de preguntar sobre ciertas decisiones que podrían modificar la dinámica del gobierno, o las relaciones del régimen con la sociedad; y el plebiscito, que propone a la sociedad la elección entre dos posibles alternativas.
La iniciativa popular y el derecho de petición, por su parte, abren la posibilidad de que los ciudadanos organizados participen directamente en el proceso legislativo y en la forma de actuación del Poder Ejecutivo.
Ambas formas parten de un supuesto básico: si los representantes populares no desempeñan adecuadamente su labor, los ciudadanos pueden participar en las tareas legislativas de manera directa.
Existen otras tesis, que, si bien no son antagónicas, cuestionan el uso demagógico de la participación, como las que no ofrece Allan R. Brewer-Carías.
Si algo caracteriza la situación actual de América Latina es que ha comenzado a soplar como vendaval, un muy falaz discurso neoautoritario que supuestamente pretende sustituir la democracia representativa por una democracia participativa, como si se tratara de conceptos dicotómicos; y ello, contra lo que primero atenta es contra la propia democracia, contra la descentralización y el desarrollo local.
En su libro Democracia participativa, descentralización política y régimen municipal concluye con una advertencia: “No nos dejemos engañar con los cantos de sirenas autoritarios que no se cansan de hablar de democracia participativa, pero no para hacerla posible, sino para acabar con la democracia representativa, imposibilitando a la vez la participación”.
La noción representativa refiere a que el pueblo soberano es quien gobierna, por medio de sus representantes (que él mismo elige); por eso se llama democracia representativa. El artículo 40 de la Constitución establece: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, federal”
Históricamente, la representación surge ante la imposibilidad de ejercer la democracia directa en sociedades numerosas y complejas y de que cada ciudadano incida directamente en la política sin intermediarios.
Se esgrime que el diseño de políticas públicas es responsabilidad del Estado, supone, hoy día, un alto grado de complejidad y especialización. Que los gobiernos contemporáneos tienen que tomar constantemente decisiones, en circunstancias cambiantes, asumiendo responsabilidades y evaluando sus resultados.
Todo ello hace complicado la participación permanente de la ciudadanía ya que no sólo desconoce generalmente la complejidad de los problemas, sino que, por razones evidentes, no puede dedicarse de tiempo completo a las tareas de gobierno.
Un Estado que pretendiera poner a discusión y votación del pueblo todas y cada una de las medidas a tomar, no sólo caería en políticas incoherentes y contradictorias, sino que sería inviable para el buen funcionamiento de la sociedad. Además de que no habría tiempo ni recursos suficientes para ello.
De esta manera, la idea del ciudadano total no es más que una utopía. Por ello, concluyen, la democracia moderna sólo puede basarse en el principio de la representación política.
El pueblo no elige, bajo este principio, las políticas a seguir o las decisiones a tomar, sino que elige a representantes, para que en su nombre y representación tomen decisiones pertinentes.
Hay también quienes consideran a la consulta ciudadana como un medio para corregir los defectos de la representación política, pero también, como una trampa para eximir a los gobiernos de las responsabilidades que supone su facultad representativa.
Otro problema que se plantea es la calidad de la representación. Se cuestiona ¿a qué intereses verdaderamente responden nuestros representantes? Todavía hay quienes siguen discutiendo la lógica del llamado mandato imperativo que supone que los legisladores son electos por un determinado grupo de ciudadanos y que, en consecuencia, solamente son responsable ante ellos.
Esta idea no es sostenible, los representantes populares llegan a serlo por la votación de los ciudadanos, aunque parcial, pero una vez en el Congreso representan a todo un Estado o nación.
Por otra parte, no se puede negar que existe un déficit de credibilidad y confianza en nuestras instituciones. Que no existen conexión en entre estas y las perspectivas ciudadana y su realidad.
La percepción que a menudo se tiene es que las decisiones públicas, independientemente del órgano de poder, van en sentido contrario de lo que requiere la sociedad. Todo lo anterior tiene una repercusión en la legitimidad, que, en términos de Weber, es lo que confiere estabilidad (durabilidad) a los sistemas políticos.
Justamente en reconocimiento de lo anterior, se plantea la necesidad buscar nuevos métodos y procesos de mejoramiento de las instituciones que impulsen la participación y el desarrollo de la sociedad.
La participación ciudadana, además de ser un derecho inherente de las democracias modernas, se justifica por la deuda democrática y por la necesidad de cerrar brechas entre gobierno y sociedad.
El tema, en consecuencia, es abrir nuevos cauces a la participación efectiva de la ciudadanía, que significa ver reflejadas sus exigencias en los procesos de toma de decisiones. De la integración de la pluralidad de ideas e intereses, por contradictorios que sean, depende la unidad democrática del Estado Nación y la ampliación de la base su legitimidad.




