Me regalaron unos dulces del Lejano Oriente. Sé que uno es un dorayaki: parece un sandwich diminuto elaborado con dos mini hot cakes, ensamblados con dulce de frijol. Es encantador, sobre todo por el empaque: el dorayaki rebota dentro de una bolsita inflada, parecida a una almohada. El susodicho producto cabe en la palma de mi mano. Es curioso, uno siempre busca empaques al vacío, pegaditos al alimento, porque lo asociamos con la conservación. Lo inflado suele asociarse con la fermentación, la descomposición y, en el caso de las latas, el botulismo. En fin, el dorayaki que me regalaron es un dulce primoroso atrapado en un globo. Sí, todavía lo tengo ahí, inmaculado. No lo he probado. No quiero abrirlo. Quisiera que se quedara así para siempre. Dirán que es absurdo, que debería interesarme su sabor, para escribir sobre ello; claro, si el sabor resulta tan maravilloso como lo visual. Los ojos también devoran, eso ya lo he dicho, aunque el estómago gruña.
Atesorar el dulcecillo me ha recordado ciertos objetos que atesoré en la infancia: cuadernos, lápices, pegatinas y, sí, dulces. Era adicta a la permanencia. Todavía me queda un vestigio de ello. Es curioso, muchos de esos tesoros estuvieron guardados durante años, perdieron brillo y se amarillearon. Cuando los miraba otra vez, ya no sentía la misma emoción, pero sí me alegraba recordar el anhelo de permanencia que sentí al verlos por primera vez.
Con los años, uno pierde cosas y personas, así desarrolla cierta resistencia, que no indiferencia, ante la pérdida. En los últimos tiempos, he tratado de desprenderme de objetos y actitudes, a veces por voluntad propia y otras veces motivada por factores externos. Lo extraño es que me han llegado objetos que otros atesoraron; de alguna forma, he sido el receptáculo del afán de permanencia de otros.
Sé que debo comerme mi dorayaki, que en un país distante existe una fábrica donde miles de bolsitas saltan por aquí y por allá, que yo no voy a extinguir nada, que la permanencia del dulce no depende de que lo guarde o no. Quiero seguir maravillándome, pero a la vez evitar ese deseo de atesorar sin sentido. Es como tratar de momificar las cosas, dejarlas ahí, aunque sepa que la permanencia no es del todo viable en el plano material, aunque sí en el de la imaginación y la memoria. Sé todo esto, pero no puedo aplicarlo siempre.
Debí escribir sobre la permanencia del sabor del frijol dulce, que ya he probado en otras ocasiones, y que creo recordar que probé por primera vez en la infancia, en casa de una familia japonesa. Debí decir que quienes han probado una concha con frijoles refritos no piensan que los frijoles y el azúcar son incompatibles. Pero nada, mi afán por la permanencia, aunque suene contradictorio, me desdibuja. Supongo que es el precio por coquetear con la eternidad.