Hoy terminé de releer Rayuela, guiada por el rigor numérico del (des)orden propuesto por Cortázar, y varios capítulos antes del 131 (ese maravilloso no-final convertido en ouroboros), identifiqué la nostalgia anticipada que me invade cada vez que me acerco al final de un libro-que-está-siendo-vida (y en este caso, vida y juego). Es una negación involuntaria de llegar al final, de cerrarle la puerta a ese otro mundo que te vuelve a inventar como lector, a imagen y semejanza del libro, cada vez que lo lees. No tiene que ver con la identificación particular con alguno de los personajes, sino con la identificación como jugador, como participante que va descubriendo el código del juego, las reglas que te permiten disfrutar pero que te sugieren, también, romperlas.
Como decía Oliveira, el buzo de lavabos tiene la “esperanza de quizá volver a lo otro, a eso que eras antes de despertar y que todavía flota, todavía está en vos”. Quizá eso somos los lectores: nos sumergimos y buceamos en los libros como en un sueño, volviéndonos -si el libro es lo suficientemente ‘maroceánico’- un elemento más entre las palabras, un ser vivo que (re)crea y es (re)creado a la vez, en la lectura. Entonces, emergemos del libro empapados de letras y de vida: ConmovidosFuriososSorprendidosConfusosSatisfechosAbismadosDeseososLiberadosEnsombrecidosDeshechosVencidosSonrientesAnsiososInconformesTemblorososMaravilladosRabiososAgradecidosNostálgicos… Estas aguas dejan señales en el cuerpo y nos urgen a buscar(nos) en ellas o en otras que provoquen efectos similares.
Así es la Rayuela que yo juego con las letras de Cortázar: nunca se deja de jugar porque permanece latiendo en ese recuerdo del agua. Cuando cierro el libro, me quedo como Talita y Traveler con “esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre, de continuar, de mantenerse a flote contra viento y marea, contra el llamado y la caída”, pero también con la certeza de estar viva y reinventada.




