I.
Nadie
testimonia
por el testigo
Paul Celan, Aureola de cenizas
A poco de más de 70 años que fuese cerrado el último campo de exterminio nazi, el Holocausto sigue estando en el corazón de nuestra civilización. Nada que pueda decirse en torna a ella puede eludirlo. Permanece ahí, como un espejo ominoso, en nuestro horizonte moral, político e intelectual. Reclama atención ante cualquier tentativa honesta de entender el pasado, de vislumbrar los días por venir o de indagar nuestra condición.
Ya a los pocos años de concluida la guerra, Adorno advirtió la barbarie de escribir poesía -y, por extensión de hacer cualquier tentativa artística- después de Auschwitz. Se subrayaba así, como señala Norman Manea, la extrema incompatibilidad entre horror y belleza, entre genocidio y espíritu, pero también las extremas dificultades de pensar, imaginar y, en consecuencia, representar lo ocurrido en Auschwitz y otros campos de exterminio y concentración.
Auschwitz alude a lo excepcional no sólo en términos históricos, sino también epistemológicos. La comprensión de la Solución Final parece elusiva, estar más allá de cualquier lenguaje. Elie Wiesel, sobreviviente de dos campos de concentración, es notablemente enfático al respecto: “Debemos repetirlo una vez más: Auschwitz es algo más, siempre algo más. Es un universo fuera del universo, una creación que existe paralelo a la creación. Auschwitz se encuentra al otro lado de la vida y en el otro lado de la muerte. Allí, uno vive diferente, uno camina, diferente, uno sueña diferente. Auschwitz representa la negación y el fracaso del progreso humano; niega el designo humano y arroja dudas sobre su validez. A continuación, derrotó a cultura; más tarde, derrotó al arte, porque así como nadie podría imaginar Auschwitz antes de Auschwitz, ahora nadie puede contar Auschwitz después de Auschwitz. La verdad de Auschwitz permanece oculta en sus cenizas. Sólo aquellos que lo vivieron pueden posiblemente transformar esa experiencia en conocimiento. Otros, a pesar de sus mejores intenciones, nunca podrán hacerlo.”
En todo caso, lo que parecía claro es que las formas habituales de pensamiento muestran tarde o temprano sus insuficiencias para pensar el Holocausto. Hannah Arendt lo advirtió en algún momento: pensar en el Holocausto, asomarse al mal extremo, es, finalmente, encontrarse ante la nada, caer en un profundo abismo que la racionalidad -filosofía, científica o política- no parece poder colmar.
Así, ante este abismo, el único recurso legítimo moral, pero también jurídica y políticamente hablando, estaba en el testimonio, en la memoria de quienes padecieron y sobrevivieron el Holocausto y…, también de quienes lo ejecutaron: el relato del Holocausto habría de ser rememoración, testimonio o no sería.
Y así fue, al menos durante un tiempo. Fueses a través de libros memorísticos de los sobrevivientes o de los alegatos de víctimas o de algunos victimarios ante las salas de los jurados (los juicios de Núremberg, Alemania en 1945-46, el juicio a Eichmann en Jerusalén, Israel en 1961, por mencionar los más notorios), lo que era dado conocer sobre el Holocausto habría de satisfacer, en primera instancia, ese reclamo de veracidad histórica o, dicho de otro modo, habría de constituirse como respuesta a un imperativo ético que sólo desde la tesitura de lo factual era posible honrar… aun reconociendo que nunca se lograría aprehender del todo la experiencia de Auschwitz y que siempre quedaría amplias zonas sin posibilidad de develar.
II.
Mientras él tomó el poema bajo la lupa del entendimiento, lo miré yo por la otra parte a través del telescopio de la fantasía. Y yo vi más
Paul Celan, Contraluz
Esta estupefacción fue cediendo poco a poco. Y ya desde inicios de los sesenta fue posible mirar por el telescopio de la fantasía, esto es, indagar, más que la exactitud de los hechos y recuerdos, lo que fue el Holocausto a partir de la intervención de la imaginación y el arte.
Como bien apuntó Aharon Appelfeld se estaba ingresando a “un período nuevo en nuestra relación con el Holocausto”, una relación donde ya no era suficiente el solo flujo de a la memoria sino que era indefectible depositar de nuevo la confianza en la razón crítica y en la imaginación, es decir permitir el “asalto de las fortalezas de nuestra conciencia.”
Ello, al menos por cuatro razones. En principio porque, como ya en 1963 mostró con brillantez George Steiner, era cada vez más claro que era ineludible una reflexión honesta y profunda, sobre los nexos entre “las pautas psicológicas, del alto saber literario y las tentaciones de lo inhumano”, reflexión que llevaba a reconsiderar lo que pretendemos saber sobre las relaciones entre cultura y barbarie.
En seguida porque, para que las nuevas generaciones pudiesen conocer y asimilar dicha historia, fue necesario levantar esa especie de tabú que otorgaba el monopolio de la veracidad y autoridad moral al testimonio y, en consecuencia, inhibía el hablar del Holocausto desde otra perspectiva que no fuese la memorística. En tercer lugar porque las condiciones políticas a nivel internacional de la posguerra -por ejemplo, la fundación del Estado de Israel, la Guerra Fría, el ascenso del nacionalismo árabe, etc.- fueron otorgando al Holocausto una creciente centralidad en los debates políticos y las guerras culturales, centralidad que en cierto modo conserva en nuestros días.
Y, finalmente, porque, como escribe el propio Applefeld, “nos aproximamos al umbral de un periodo de en qué la historia del Holocausto tendrá que sostenerse sin sobrevivientes… [y] ¿cómo continuar la historia del Holocausto sin ellos?”
Cabe añadir que el segundo y tercer aspecto mencionados implicaron la apertura de dos riesgos aparentemente contradictorios: la trivialización e instrumentación ideológica, política y económica. El primero riesgo fue advertido oportunamente por Wiesel y otros, consistió en que para que fuese asimilada en el mundo de posguerra, la experiencia del Holocausto habría de integrarse al mainstream de la cultura del espectáculo y, por tanto, volverse inteligible a la imaginería y sensibilidad kitsch.
Este riesgo, desde luego, no se eludió. Y, en efecto, solicito a esta sensibilidad kitsch, y una vez despejada la incredulidad inicial ante los hechos, la representación del Holocausto dio pie a una sistemática representación en centros memorísticos, innumerables películas, series televisivas y novelas donde la experiencia de los campos se trivializa al extremo, los contextos históricos, políticos y culturales se desdibujarían hasta volverse irrelevantes, los conflictos morales y de conciencia se diluyen en el más elemental maniqueísmo y las responsabilidades colectivas y personales se desvanecen ante las rutinas del melodrama. Cuando finalmente las sedes de los antiguos campos de exterminio se convirtieron en centros turísticos o algo parecido a un parque temático, la banalidad del mal parece ceder el paso a la banalidad del espectáculo: donde se abrió un espantoso abismo -para utilizar las figuras de Kierkegaard- se extendió un viaducto, desde el que los pasajeros pueden observar cómodamente las profundidades.
El segundo gran riesgo, denunciado con beligerancia por, entre otros, Peter Novick, Norman Finkelstein, Noam Chomsky y Tony Judt, fue el de convertir al Holocausto en una ideología. Tampoco este riesgo fue evadido con fortuna. En sus puntos extremos llevó, por un lado a hacer de la experiencia judía en los campos de exterminio y concentración una arma política, particularmente en el campo de las relaciones internacionales, así como un insumo de lo que Finkelstein llamó la industria del Holocausto; por el otro lado, esta ideologización del Holocausto llevó también tanto a la farsa, como muestra la impecable impostura representada por Enric Marco como al negacionismo más obtuso.
Desde luego que no todo lo que se ha escrito, filmado, reflexionado, o representado en torno al Holocausto ingresó al reino de la trivialización o ideologización. La poesía de Celan, la tarea reflexiva de Arendt, Agamben, Levinas, y Steiner, las novelas de Appelfeld y Kertész, el cine de Lanzmann y el de Koltai, las memorias de Bettelheim, Levi y Semprún, por sólo mencionar un puñado entre las figuras más relevantes, en los últimos años se ha acumulado una reserva de conocimiento y reflexión filosófica, moral y cultural en torno al Holocausto que, si bien no termina de descifrarlo en su integridad, si hace las interpelaciones y preguntas pertinentes y dignifica moralmente a las víctimas del Holocausto.
El hijo de Saúl (2015) la ópera prima del cineasta húngaro László Nemes pertenece a este legado.
III.
Somos del Sonderkommando, el SK, la Brigada Especial, y somos los hombres más tristes del campo.
De hecho somos los hombres más tristes del mundo.
Y de todos estos hombres tristísimos yo soy el más triste
Martín Amis, La Zona de Interés
El hijo de Saúl (2015), magnifica y turbadora cinta de László Nemes, narra la historia de Saúl Auslander, (interpretado con la desconsolada templanza requerida por el actor y poeta Géza Röhrig) integrante del Sonderkommando en Auschwitz. No es una historia de sobrevivencia, ni de resistencias heroicas o una crónica que se recree en mostrar la brutalidad prevaleciente en campo. Lo que ofrece Nemes es, dentro del relato de la cotidianidad en Auschwitz, esto es de las actividades de exterminio vistas y vividas como faena diaria, como una tarea a cumplir con la eficacia y diligencia que reclamaría Adolf Eichmann, la historia de la obstinada determinación de Saúl por dar sepultura, de acuerdo al ritual judío, a un niño que ha sobrevivido a la cámara de gas sólo para ser, inmediatamente después, asfixiado por un oficial nazi, al tiempo que se involucra en un plan de una rebelión y fuga.
El relato se da desde la perspectiva de Saúl Auslander. Nemes no recurre a un tono introvertido, sino más bien obliga a Saúl, primero a abandonar su ensimismamiento, y luego a observar y escuchar con peculiar atención todo lo que ocurre en Auschwitz. Saúl cuenta, en tanto Sonderkommando, de una relativa libertad de movimiento en el campo por lo que, además de hacer sus rutinas funestas, puede, sin causar sospechas, emprender la búsqueda del Rabino que necesita para la ceremonia funeraria así como participar en la preparación de la fuga.
Así que a lo largo de la película, Nemes nos hace acompañar a Saúl en su búsqueda. Nos obliga a tener una proximidad incómoda ya que ha montado, casi literalmente, la cámara sobre los hombros de Saúl y ha privilegiado el uso de planos frontales o dorsales, a la vez que ha diluido o desenfocado la profundidad de campo. Nemes no quiere, desde luego, que veamos de manera directa las atrocidades de Auschwits, ni tiene ánimo de complacer alguna pulsión sádica o de satisfacer el victimismo voyerista.
Lo que hace Nemes es mucho más radical e inquietante. Nos exige, de manera atropellada, nerviosa, bajo una tensión permanente, a que reconstruyamos esa temporada en el infierno vislumbrando su crueldad, entreviendo su extrema brutalidad, intuyendo los alcances de la barbarie y escuchando insistentemente los ruidos del campo, los silbidos de las cámaras de gas, las ráfagas de las metralletas y, ante todo, las ecos, los murmullos, los gritos y los llantos que anticipan y colman la muerte. Estos ruidos y voces, estos gritos y llantos son la verdadera música del film, el sostén casi operístico de la pesadilla, y son lo que nos hacen sentir la “terca y sangrienta opacidad” de Auschwitz.
Perecería, en fin, que Neses ha querido apegarse radicalmente al apotegma de Bresson: “La belleza de tu película no reside en las imágenes sino en lo inefable que ellas ponen de manifiesto”.
En tanto Sonderkommando, Saúl debe participar, lo quiera o no, en la maquinaria de exterminio de los suyos. Y ello no puede hacerse sin consecuencia, quiero decir, sin trastocar la visión o la moral de quien las ejecuta, sin poner en cuestión no tanto las razones del odio que despierta en los otros, los nazis (pero no nada más ellos), sino lo que es cada uno. En este sentido es probable que la determinación de Saúl por enterrar al niño más que un acto de resistencia sea un acto de redención, un acto de piedad ante las víctimas y ante sí mismo. Más aún, cuando vemos que la voluntad de Saúl de dar al niño una sepultura que le devuelva la dignidad de la cual le despojaron sus verdugos, es superior a su compromiso con sus compañeros de fuga e incluso a su propio instinto de supervivencia, entendemos que para Saúl celebrar ese último rito funerario es un acto de redención y, acaso, un acto necesario para refundar la extraviada alianza entre Dios y los hombres, entre Dios y su pueblo.
Saúl ha comprendido, quizá, que hay que volver a orar, hay que volver a soñar con Dios ya que, como escribieses Paul Celán, “Cuando la oración enmudeció en la tierra, Dios salió del sueño”.
El hijo de Saúl es un gran film, un film necesario. Sin aspavientos moralistas, sin afecciones dramáticas, sin abandonarse al sentimentalismo maniqueos, es decir sin todo ese entramado de la sensibilidad kitsch tan común en las cintas sobre el Holocausto, Neses ha logrado trastornarnos, inquietarnos y conmovernos justo porque, “sin abdicar de los derechos y la dignidad del arte”, honra la dignidad de las víctimas y de paso la inteligencia y sensibilidad del espectador.




