Mitos geniales: la deuda del gobierno - LJA Aguascalientes
24/01/2025

Francisco J. Caballero

Hasta hace algunos años el tema de la deuda externa era tan socorrido en los foros públicos como hoy lo es el precio del petróleo o el nivel del tipo de cambio. Y no es que su importancia sea menor de la que tenía hace un par de décadas; de hecho su monto y su servicio -es decir el pago de intereses y la amortización- definen en buena medida muchas de las decisiones que se toman en materia de finanzas públicas.

En periodos de estancamiento económico como en el que actualmente se encuentra la economía mexicana (con la industria ya abiertamente estancada en tasa cero de crecimiento y con un precio del petróleo que perdió 70 por ciento de su valor en poco más de dos años), la decisión de impulsar el ciclo económico para evitar profundizar la recesión depende de optar por el ajuste del gasto -como se ha venido haciendo-, en especial el gasto en inversión y el gasto social, o por incrementar el déficit público para compensar la diferencia entre los ingresos esperados y los gastos realizados. Como se hizo desde la crisis de 1982, la opción de un incremento en el déficit viola los principios ortodoxos del manejo macroeconómico, ya que va en contrasentido de mantener niveles de inflación bajos que, de acuerdo con el Banco de México, a estas alturas del 2016 apenas rebasan los dos puntos porcentuales al año, condición y logro que quedaría en entredicho si se recurre al expediente de un mayor déficit.

En términos de una economía casera, tomar este tipo de decisiones equivale a dejar que toda la familia coma menos con tal de no reducir los gastos en fiestas, en cambios de pantallas, en ropa y en vacaciones; equivale de igual manera a no pagar una cirugía urgente por considerar que ello sería mal visto por los vecinos o porque implicaría que el próximo año se tendría menos dinero. A final de cuentas lo más importante sería no deber ni pedir prestado aunque la familia deje de comer o el enfermo deje de existir.

Lo cierto es que la deuda pública es una condición que coexiste con todas la economías del mundo, sean desarrolladas, subdesarrolladas, emergentes, menos desarrolladas y toda la variedad que se quiera. A ninguna economía del mundo le alcanzan sus ingresos para cubrir sus gastos. De ahí que pedir prestado sea una práctica de lo más ordinario; inclusive países como Estados Unidos tienen una deuda que es tan grande como el tamaño de su economía, pero ni por ello han considerado eliminar los subsidios a sus agricultores o a su industria metalúrgica: se hacen ajustes parciales en la salud pública, en la educación y en la inversión pública, pero los ajustes no van en el sentido de cancelar la inversión y gasto públicos que tienen efectos sobre la situación económica y social; ésa es una gran diferencia. En realidad lo importante del endeudamiento -y eso lo sabe cualquier jefa o jefe de familia- consiste en tener claridad en la manera y los medios con los que se va a pagar la deuda y los intereses y amortización de la misma. Pero sin ingresos, sin trabajo, la situación se convierte en tragedia.

El subsecretario de Hacienda mencionó hace unos días -no sin orgullo tecnocrático- que la deuda total del gobierno representaba 48.6 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) y que además de tan exitoso resultado, el 84 por ciento de dicha deuda se encuentra a tasa fija y a largo plazo -es decir a pagos chiquitos durante 20 o treinta años, para que las futuras generaciones duerman tranquilas-. Como corolario de tan buenas noticias indicó que el 75 por ciento de la deuda federal está en pesos, lo cual es excelente noticia para los acreedores del gobierno; así, tanto la banca comercial como las administradoras de recursos de los fondos para el retiro seguirán con números positivos aunque la industria esté en cero crecimiento… bueno es el costo de la estabilidad y del manejo prudente de las finanzas públicas.

Si eso fuera poco, un dato más abona hacia la visión estratégica de las autoridades financieras en el manejo del endeudamiento público: a partir del 2013 inició un programa de consolidación (sic) que consiste en que cada año se reducirá tanto la proporción de la deuda como parte del PIB y, también, se reducirá el déficit financiero del gobierno para que sea menor a medio punto porcentual del PIB. En el escenario de crisis económica que ya se vive en la economía mexicana el gobierno tiene planeado deber menos y pagar menos para solventar la diferencia entre sus gastos y sus ingresos. Y como los ingresos cada vez son menores el gasto se reducirá en igual o mayor proporción. Para que aumente la deuda y se atiendan las necesidades de inversión y los programas sociales primero hay que crecer; para crecer primero hay que endeudarse e invertir. No hay crecimiento, ni inversión, pero si estabilidad económica: México sigue siendo un atractivo mercado para los inversionistas nacionales y extranjeros que vienen a especular contra el peso.

El Banco Mundial, pese a pregonar la misma ortodoxia, presenta otros números. De acuerdo con sus datos http://datos.bancomundial.org/indicador/DT.DOD.DECT.CD la deuda externa total (pública y privada) pasó de 291 miles de millones de dólares a 432 miles de millones de dólares de 2011 a 2014, es decir se incrementó casi 50 por ciento en tres años. Y no está contemplado 2015 ni 2016. Aquí las fantasías del subsecretario de Hacienda se caen por la fuerza de la realidad: la realidad de las empresas que se endeudan en dólares y tienen que pagar en dólares que son 50 por ciento más caros por los errores de cálculo y estratégicos de un gobierno dependiente del petróleo.

Si en algún ámbito de la economía las paradojas e irracionalidades del libre mercado y sus pregoneros son evidentes, es en las finanzas y la deuda pública en donde se encuentran sus expresiones más nítidas. Parece ser otro planeta en donde los números indican cosas diferentes a las que vivimos todos los días. En ese planeta no importan los resultados sino el mensaje que se manda a los “inversionistas”; no importa la condición de las personas ni de las empresas sino la “prudencia financiera”. En ese mundo los demás son culpables de nuestras desgracias y somos los constructores de nuestros éxitos, depende cómo se vayan acomodando.


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