Huracán - LJA Aguascalientes
05/10/2024

XI

El primer cazatormentas reconocido fue David Hoadley. Empezó cazando tormentas en Dakota del Norte en 1956 y fue el primero en usar de una manera sistemática datos de estaciones meteorológicas y de aeropuertos.

En 2013, Tim Samaras, de 55 años, su hijo Paul Samaras, de 24, y Carl Young, de 45 años, murieron cuando perseguían un tornado en El Reno.

Cazar una tormenta significa conducir miles de kilómetros, en cualquier momento, y jugarte la vida.

 

XII

Una manera de imaginarse al adversario tan rastrera como la nuestra

Ernst Jünger

Mientras decidía cuándo y cómo despedirse, o si hacerlo, siguió mandándome poemas. Me gustaban más por el qué decían que por el cómo. Cada uno diferente del anterior. No mejor ni peor. Diferente de un modo que tenía más que ver con sus constantes cambios de ánimo que con lo que contaba. Hablaban, sobre todo, de ella. Yo le envié una frase de la novela que estaba leyendo. “Poco a poco las cosas se encargan de destejer las fantasías llevando cualquier expectativa, si acaso, al piso frágil del deseo”. Respondió casi al instante. “Cuando escriba un libro sobre nosotros lo usaré de epígrafe”.


Fue en esa época en la que inventé un personaje para decirle cosas que nunca le diría a la cara. El diario íntimo de una chica enamorada de otra chica. Lo escribía y, después, lo copiaba como si estuviera citándola. La antologaron en una muestra de poesía joven al norte del país. Ella le dedicaría un poema, meses después.

Cada día, a no ser que alguna junta de trabajo de alguno de los dos lo impidiera, estábamos más preocupados por los mensajes que contestábamos casi inmediatamente que del trabajo. El mío se convirtió en un desafanarse de los pendientes lo más rápido posible. O, simplemente, ignorarlos con excusas cada vez menos plausibles. El suyo, según contaba, en supervivencia zombie y regaños del jefe. “Para eso tenemos dos orejas”, le escribí cuando me contó de esas broncas, “para que por una nos entre y por la otra nos salga”. Cada tarde, algunas de entresemana pero siempre las de los lunes y los miércoles, consistían en excusas para vernos: fumar en la puerta de mi trabajo un cigarro apresurado que siempre se convertía en una cadena de dos o tres encendidos con el anterior, prestar o devolver un libro, tomar un café o un té que la mayor parte de las veces se convertía, por un milagro de deseo, desesperación y necesidad, en vino y cerveza. Algunas noches, bastantes, no todas, terminaban siempre igual. Con frases y más frases. Palabras acumulándose sobre palabras. Y con promesas imposibles.

Una de esas tardes sonó el teléfono de la oficina. Era una llamada interna, de una oficina de rango superior al mío. A esa hora sólo podía significar más trabajo. “Va para allí una muchacha muy guapa. Preguntó por ti”. Supuse, por lo poco que la conocía, que se habría dado una vuelta para exhibirse. “Es la chica de los poemas”, contesté. “La que te enseñé el otro día”. No podía equivocarme. “No, no es ella. Es igual de guapa pero un poco más baja. Y en tacones”. “No sé quién será”. Colgué tras agradecer el aviso y me puse a maldecir mi mala suerte. Casi tenía una y, de repente, aparecía otra.

Recordé algo que contaba siempre mi amiga psicóloga. Según ella, y algún autor al que estaba citando sin nombrarlo, al estar enamorado se generan más feromonas que de costumbre que, a su vez, desatan el deseo, animal pero deseo al cabo, en otra persona. Mi conocida siempre terminaba igual. Como con un trabalenguas. “De ahí que cuando alguien tiene a alguien siempre aparece otro alguien. Y esa es la mala suerte de estar enamorado”.

Apenas tuve que esperar. La recién llegada me llamó por mi apellido. No la conocía de nada, aunque quien me había llamado no exageraba. Salimos a la banca de un jardín interior a fumar. Le quité su cigarro cuando lo iba a prender para hacerlo yo. Se lo devolví.

–Me habían dicho que tenías esa costumbre de prenderle el cigarrillo a las chicas. –Fue directa al grano. –Tengo un problema. Grave.

–Cuéntame. -No merecía escuchar penalidades ajenas pero había algo en su rostro, redondeado, sonriente, urgente, que parecía obligarme a hacerlo. “Una mujer en apuros”, sonó de nuevo la voz de mi padre en mi cabeza, “es la visión más hermosa de este mundo. Y la más fácil”. Estaba preocupado de la hora. Eran como las seis y media y según un pacto no escrito ella aparecería, tras su clase de pole, como a las siete y cuarto.

Me contó sobre su problema, el eterno dilema entre el cuerpo y el espíritu. Me contó que se enamoraba de todos. Y que quería que ese amor fuera también carnal. Me contó que tenía miedo de lo que pudieran pensar de ella. ¿Qué hacía alguien a quien yo no conocía, a quien no me importaría conocer al modo que describía, compartiendo sus problemas conmigo? Me contó mientras yo escuchaba y seguía prendiéndole cigarrillos. Le aconsejé lo mejor que pude. Me agradeció.

–Me dijeron que eras bueno dando consejos.

Me preocupé. Por la hora y por saber quién era.

–¿Quién te dijo? -Pudo más mi curiosidad. No estaba preparado para la respuesta.

–Mi hermana. -Intenté no sorprenderme. Por fin sabía, sin habérselo preguntado, quién era. Un motivo más para salir lo antes posible.

–Una hermana que está a punto de llegar.

–Vámonos. No quiero que me vea aquí. -Se levantó rápida. –No quiero que sepa que he venido a preguntarte nada.

La acompañé, en un gesto de caballerosidad, hasta la puerta de entrada del edificio sin fijarme en la hora. Nos encontramos con ella. No saludó a ninguno de los dos.

–Tú -la señaló amenazante con el dedo- tú me esperas ahí afuera. Ahora hablamos. Y tú, -me señaló igual de amenazante-, tú y yo tenemos que hablar ahora. Ahora mismo. Esperó a que se fuera su hermana para preguntarme. –¿De qué hablaron?

–¿Para qué quieres saberlo? Secreto profesional.

–No seas imbécil. -Adiós al encantador “tonto” de los primeros días. Alzó la voz. –¿De qué hablaron?

–Vino a pedirme consejo.

–Déjame adivinar. Le dijiste que no se preocupara de lo que pensara la gente, ¿verdad? -se explicó. –Siempre me hace lo mismo. -Iba a preguntarle qué era lo mismo pero continuó. –Consigo un nuevo amigo, se lo presento y se hace amigo de ella. Siempre. Siempre. Siempre. -Lo repitió tres veces como sus asperjadas. –Me los roba.

Dio media vuelta para dirigirse a la puerta donde le había pedido a su hermana que la esperara. Yo volví a mi trabajo. O, al menos, a la silla donde se suponía que debía estar trabajando mientras pensaba en lo que había pasado.

Sonó mi celular. “Tenemos reunión familiar”. ¿Familiar? ¿A quién implicaba eso? ¿A sus padres, a su hermana? “Te espero. En diez”. No dijo, ni hacía falta, dónde.

La reunión fue breve. Ella hacía dos papeles al mismo tiempo. Parecía, era, una hermana mayor que se preocupaba por la pequeña. Parecía una madre que acabara de conocer al novio de su hija.

–Ustedes dos no deben verse.

Pasarían unas cuantas semanas antes de que volviéramos a ver a su hermana. Mientras la rutina, una impuesta por el azar más que por la cotidianeidad, iba apoderándose de nuestras vidas. De la mía y de la de ella.

Era finales de verano y todavía había bastante sol. Estábamos parados bajo un sauce llorón, uno de los muchos de la universidad en la que ella trabajaba, uno junto al que, cuando visito el campus, me siento obligado a pasar. Fue directa, una característica que compartía, por lo escuchado, con su hermana. O, mejor dicho, la hermana con ella.

–Esta noche se me va a declarar.

Contuve mis ganas de partirle la cara ahí mismo. De decirle que lo rechazara. Contuve también mis ganas de besarla como nunca, esperaba, la hubieran besado. En cambio, hipócrita y sinceramente al mismo tiempo, me alegré por ella. Me alegré por ella y me odié a mí mismo. Intenté sonar neutral, leal a ambos.

–Felicidades. Era lo que estabas esperando. No paraste de hablar de él en la comida. El director será tuyo. –Yo esperaba que sonriera. Se echó a llorar.

–Pero estoy enamorada de otro.

Era más complicada de lo que yo hubiera imaginado.

–Pero él está enamorado de ti. -De nuevo los razonamientos se convertían en trabalenguas. –Eso no me lo habías dicho. Da lo mismo. Tú querías al director y, por fin, él te va a querer a ti. Hacen una bonita pareja.

Usó su mejor sonrisa cínica en medio del llanto. Le agarré la mano. Quería darle ánimos sin imaginarme su problema.

–Estoy enamorada de ti, tonto. -Había vuelto al “tonto”.

–Lo nuestro es imposible. Yo no podría cuidar de ti ni tú de mí. Acabaríamos muertos. -Siempre funciona eso de los muertos. La abracé y la besé lo más cerca que pude de la comisura de los labios. Un beso que no fuera ni de amor ni de amistad, un beso en el límite justo de ambos. Se dejó y me devolvió un beso semejante. Pasaba una ardilla. Nos quedamos mirándola. A partir de aquel día cuando necesitamos cambiar de tema, por doloroso, siempre decimos lo mismo. “Ardilla”, nuestra safeword. Una palabra tan secretamente compartida que nunca la usó en nada de lo que escribió. –Te irá bien. -Me corregí. –Les irá bien.

–Te amo.

–Yo también, pero lo mejor para ti es que esta noche le digas “sí” y que lo ames. –Mentí como siempre. –Me alegraré cuando vea tu nombre en los créditos de su segunda película. Tengo que irme.

–No. Sí. No sé. – Volvía a ser la misma chica de la que estaba enamorado. –No te vayas. Vete. Una última pregunta. ¿Tú y yo qué somos?

Era la única para la que tenía respuesta.

–Tú y yo somos pronombres, cariño.

La dejé en la puerta de su oficina, todavía llorando, todavía riéndose.

Regresando a casa en el camión, mientras en el Ipod de una muchacha sentada junto a donde yo iba de pie sonaba demasiado alto “Heroes”, ensayaba mentalmente mi voz para el día siguiente. Un “me alegro” que sonara a “me-alegro-pero-no-me-alegro-pero-me-alegro”. Nunca logré que me saliera. Yo sólo pensaba en el espíritu de la escalera. En volver y rehacer la conversación. En decirle que podíamos intentar tenerla de nuevo. Pero era tarde. Tarde para llegar al trabajo, tarde para decirle. En algún instante de nuestra existencia habíamos dio el rey y la reina de un país imaginario. Había que conformarse con eso. Aquella tarde iba ser la primera en semanas que bebía sin ella.

Lo que pasó aquella noche sólo lo supe cuando ella me lo contó por teléfono a la mañana siguiente. Era la primera vez que llamaba antes de que fuera su horario de entrada a la oficina. Aunque ella marcaba yo contesté primero. “Felicidades”. Sus hipos entrecortados fueron el único sonido inteligible al otro lado de la línea. Continué. “Dime que todo salió bien. Que le dijiste que sí”. Venció sus lágrimas y contestó. “Fue hermoso. Me dijo cosas más bonitas de lo que esperaba. Por supuesto que le dije que sí. Después nos acostamos”. “Felicidades”, repetí queriendo tenerla enfrente para abofetearla hasta el desmayo. “No pude. No puedo acostarme con alguien pensando en otra persona. Estaba pensando en ti. Me eché a llorar. ¿Quién en su sano juicio se echa a llorar la primera vez que se acuesta con su novio?”. No supe qué contestar. No me atreví a preguntarle en quién estaba pensando. Colgué.

A las pocas horas me mandó un correo. Sin asunto. Con una sola línea. “Y nosotros que esperábamos que cayera felicidad de lo alto”.


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