Huracán - LJA Aguascalientes
07/10/2024

 

XV

Desde la altura un huracán parece una obra de arte, pero por debajo y por dentro del huracán la obra de arte se vuelve un terror.

 

XVI. ¿Ha habido jamás alguna guerra en la que solo sangrara un bando?

George R. R. Martin

 

“Es tu hermana. Con la que me había dicho que no hablara”, pensé. Bajé del coche. Corriendo. Hacía años que no corría. Nunca, ni en mis clases de educación física en secundaria, he corrido. A mitad de camino entre los dos coches, en direcciones opuestas, crucé la carretera en la que a esa hora de la mañana de un domingo sólo estaban ambos carros detenidos. Grité el nombre de la hermana que o no me escuchó o hizo como si no hubiera escuchado. Cuando llegué apenas pude, resoplando todavía por el esfuerzo inesperado, darle una orden que sonó, más bien, a súplica, a petición desesperada.

–Regresa. -Me percaté de mi falta de tacto en unos momentos tan delicados y añadí. –Por favor. Ven. Ya verás cómo está más calmada.


La voz masculina que salió desde el interior del vehículo convirtió la situación en más urgente todavía.

–Vamos. Yo puedo llevarte de regreso a la ciudad. -Se dirigió a mí. –Déjala en paz. -Debió añadir un insulto pero no lo recuerdo. Como si yo fuera el culpable de que estuviéramos ahí parados, somnolientos, indecisa ella, preocupado yo. Sonaron unos pitidos, tres, largos, desde el coche que habíamos abandonado. –Si no sabes tratar a una mujer, entonces no mereces tenerla. -Pensé en contestarle con uno de los consejos de mi padre. No era el momento.

Siguiente intento.

–Por favor. Por favor. Por favor. -En esa casa las cosas, especialmente las palabras, funcionaban en trios.

–¿Para qué? ¿Para que vuelva a meterse conmigo? -Eso hacen los hermanos, pensé. Pelear y reconciliarse. Pensé en Caín y en mi propia hermana. En José y en Benjamín. En Phoebe Caulfield. En qué habría sido de ellas si alguna de las dos fuera un chico. Mientras la hermana volvió a su única razón para no regresar. –Ya estoy harta.

–Vamos a regresar al coche. -Me sentía uno de esos policías que en las películas le dan instrucciones con la voz más lenta que pueden al suicida que está en la cornisa del edificio. –Dormiremos y mañana, en unas horas, todo habrá pasado y nos reiremos, se reirán ustedes, de esto. -Insistí. –Vamos. Por favor.

No debían estar tan mal mis habilidades de negociación o ella compartía con su hermana el gen del rápido enfadarse y el igualmente ágil desenfadarse.

–De acuerdo. -Cerró la puerta del carro que arrancó casi inmediatamente y puso sus condiciones. –Pero no quiero que me dirija ni una sola palabra. Por lo menos hasta que lleguemos a casa. -Pensé que ella tampoco tenía muchas ganas de hablar.

Ninguno de los dos tenía prisa por regresar al coche sabiendo, ambos, que podía esperarnos la furia de quien se había quedado.

–Si tiene que decirme algo que te lo diga a ti. -Continuó explicándose. –Y tú después me lo dices a mí.

Sonó el claxon. Otras tres veces. Largas.

–De acuerdo. -Me acordé de los tiempos de la guerra fría en la que los líderes del mundo enfrentado se hacían traducir aunque dominaran perfectamente el idioma del interlocutor. Para saber de la fidelidad de quien traducía. Para ganar tiempo para la respuesta. Me reafirmé. –De acuerdo.

Cuando llegamos le abrí la puerta para que volviera a ocupar el asiento del copiloto. La cerré y yo me senté en el asiento trasero. Tal y como habíamos llegado hasta allá. Nada más acomodarme rompí el silencio del que cada vez me sentía más culpable.

–Parece que ya no vamos a llegar al cerro. -Intenté que mi voz sonara lo más despreocupada posible. –Lo mejor será regresar, desayunar y dormir. Mañana -me corregí. –Hoy será otro día. Y terminará mucho mejor de lo que empezó -¿En qué momento me había convertido en motivador personal de dos hermanas que no parecían dispuestas a dirigirse la palabra? Pero no quería saber la respuesta.

–Yo no tengo hambre.

–¿Qué ha dicho?

Parecía que iba en serio lo de hacer de traductor monolingüe. Todavía no habíamos arrancado, ni siquiera encendido el coche.

–Ha dicho que no tiene hambre.

–Dile que yo tampoco tengo hambre.

–Ella tampoco tiene hambre.

Prendió la música para volver a apagarla apenas unos segundos después. Arrancó.

–En unas horas nos habremos olvidado de todo. -Lo intenté otra vez. –Ya no importa de quién es la culpa o si hay culpas. No pasa nada -Me interrumpió la hermana.

–Claro que importa. -Volvió a su frase. –Ya estoy harta.

–¿Qué ha dicho? -Preguntó la otra.

–Ha dicho que -estuve a punto de volver a la inútil misión diplomática entre dos países que hablan el mismo idioma. –Basta ya la dos -Me sorprendí a mí mismo. –Cuando quieran hablarse se hablan, pero no voy a estar todo el rato pasando mensajitos. Ya no estamos en la secundaria -Intenté animarme y animarlas. –Ahora sólo hay que encontrar un lugar donde desayunar. Si quieren yo lo preparo.

Una de ellas, no recuerdo quién, habló por las dos.

–No tenemos hambre.

Hicimos los kilómetros que faltaban en silencio. Ella con la mirada fija en la carretera, como en nuestro primer viaje, la hermana mirando por la ventanilla sin voltearse en todo el trayecto. Yo, pensando. En Oscar Wao y en un supervillano. Pensando en por qué preocuparse de si se hablaban o no se hablaban, de si nuestra excursión más que matutina al cerro no había salido bien. Pensaba en lo poco que le importan a Galactus nuestras breves e innominadas vidas.

–Bye. Nos marcamos -Con esas palabras se despidió cuando después de estacionarse frente a su casa, cerró la puerta con ellas adentro y yo afuera. Regresé caminando y sin silbar.

Fue ese mismo día el que empezaron las llamadas a horas menos convencionales. Debían ser como las dos de la mañana cuando sonó el teléfono y en la pantalla iluminada apareció la inicial de su nombre.

–Tengo un problema. -Pensé en lo peor. ¿Acaba de asesinar a su hermana y me quería hacer cómplice? Sonaba llorosa pero no tanto. ¿Estaba encerrada en su cuarto mientras la hermana quería entrar a asesinarla? No se escuchaba ruido de fondo.

No le reclamé la hora que era.

–Ya tienes novio. ¿Por qué no lo llamas a él y se lo cuentas? De verdad. Te quiero. Pero creo que es mejor que él te ayude a resolverlo.

–Lo haría. De verdad lo haría. -Se explicó. –Es un problema con él. Por eso te llamo a ti.

Lo que siguió fueron casi quince minutos de explicaciones incoherentes, datos demasiado íntimos y una serie de complicaciones sobre lo difícil que es mantener una relación entre dos personas que están a más de seiscientos kilómetros de distancia. Intenté aconsejarla aunque odiara al tipo. Intenté que recapacitara y se diera cuenta de que a lo mejor la culpa era de ella. Intenté todo hasta que me di cuenta de lo que quería escuchar. Se lo dije.

–Es un cabrón. -Era y sigue siendo mi palabra favorita para los hombres que tratan mal a las chicas que me gustan. Suena poderosa. –Es un cabrón. -Yo ya estaba acostumbrándome a las repeticiones. –Tú eres increíble y no te merece. Bueno, sí te merece. -Me estaba complicando yo sólo. Retomé el hilo. –Mira se va a dar cuenta de todas las estupideces que te dijo y te va a llamar en unos días y te va a pedir perdón y todo va a estar bien. -Aproveché la llamada. –¿Pasarás el lunes por la oficina?

–No creo que me dé tiempo. Tengo una sesión de fotos. -Citó el nombre de uno de los fotógrafos jóvenes de la ciudad, experto en fotografía de desnudo femenino.

–¿Estás segura? -Eso debería contárselo a su pareja y no a mí. Él era el que debía preguntarle si estaba segura. –¿Le has dicho?

–No. -Gritó. –Claro que no. Son amigos.

–Con más razón.

–Sólo lo sabes tú. -No le creí. –No se lo digas a nadie.

–No. -Tenía sueño. –En la semana me escribes o me marcas, ¿vale?

–Descansa. Buenas noches. -Colgué.

Descubrí al llegar a la oficina, sólo uso redes sociales en la oficina, que su hermana me había agregado. Aquella semana hablé más con su hermana que con ella. Tal vez lo de las fotos no fuera sino una excusa para alejarse un tiempo. Además, coincidieron los preparativos, exhaustivos según ella, de la Feria de la universidad y el inicio de un nuevo ciclo en mi trabajo. Yo le pregunté primero. “¿Cómo estás?”. Respondió rápido y directo. “Enojada con los dos”. Lo siguiente a pesar de la falta de signos parecía una interrogación. “Tú también le vas a hacer el paro porque ella es la pequeña y soy la que la tengo que cuidar y echarle broncas”. “No. Para nada”. Fin de la discusión. Fin de la conversación.

Abrí la ventana de mensaje y tecleé el nombre de la recién agregada. La misma pregunta. “¿Cómo estás?”. La misma rapidez en la respuesta. “No me habla desde ayer”. Me dio más detalles sobre la familia. “Siempre lo hace. Va a estar una semana como si no compartiéramos la misma casa. Mira”. Me envió una foto de dos caballos paciendo tranquilamente. “Ellos también son parte de la familia. Y son más simpáticos que tu novia”. “No tengo novia. Ella tiene novio”. Yo creía que le caía bien. “Nunca está. Es el novio invisible”. Me reí sin ponerlo en la ventana de conversación. “Invisible”. Reafirmé. “Suena bien”.

Apenas nos vimos el viernes unos minutos, apenas un cigarrillo apresurado, en la puerta de mi oficina. Mientras ella iba de una cita a otra. Le pregunté por las fotografías. Me dijo que aún no se las sacaba. Que no había decidido qué ropa usar. No me atreví a preguntarle quién es tan arty que piensa qué ropa ponerse para una sesión de desnudos.

Todo había estado calmado esa semana. Si hubiera sabido algo sobre relaciones humanas o huracanes no me hubiera confiado tanto. Salí puntual como siempre a esperar a mi amigo más impuntual. Mientras pasó la hermana. Le dije lo primero que se me ocurrió. “A las doce voy a estar en…”. Y cité el mismo sitio en el que habíamos estado la semana pasada. “Perfecto. Este fin de semana no fuimos al pueblo. Te veo ahí a las doce”.

El bar en el que, por desesperación horaria, terminé esperando a mi amigo estaba justo enfrente del edificio. Tras ponernos al día con los asuntos de la semana, algo que implicaba la confirmación de todo lo escrito en el chat, le conté que tenía una cita esa noche. A pesar de sus gustos musicales y en materia de sustancias ilegales, él siempre conservaba la cordura.

–¿Y su novio?

Me expliqué y, de paso, alardeé.

–No. No con ella. Con su hermana. A las doce. -Propuse. –Todavía tenemos tiempo para beber. Si quieres venir, ya sabes que eres bienvenido.

–Paso. Y tú tampoco deberías ir. Ya tiene el mundo demasiados líos como para añadirle uno más. -Me reconvino como si fuera mi hermano mayor. –En serio. No te metas en líos.

Sonó el teléfono mientras yo estaba en el baño. Lo había dejado en la mesa.

–Te llamó. -Y dedujo. –Vas a tener problemas.

Devolví la llamada. No me dejó hablar. “ya está lo de las fotos. Nadie las va a ver nunca. El invisible, ya sé que lo llaman así, no viene este fin de semana. Me voy a meter en la cama con mis cajas de recuerdos y arreglarlas. Te marco el lunes”.

Aún no sabíamos lo difícil que iba a ser llegar hasta el lunes.


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