Huracán - LJA Aguascalientes
04/10/2024

 

XXIII

La depresión no tiene necesariamente por qué convertirse en un huracán.

XXIV

¿Por qué morimos de a poco, como por comas / y no en un limpio punto final?

Diana Delgadillo

Empezar a confundir una novela y la vida me confundía. Volví a citar a mi amiga psicóloga. Tras los saludos de rigor me ordenó a bocajarro antes de que yo pudiera contarle mis últimos retrocesos.

–Háblame de tu infancia.

No estaba preparado para contestar. Y aun así lo hice.


–No puedo verme siendo niño. Mis primeros recuerdos son de cuando tenía once o doce años.

Me interrumpió.

–De algo debes acordarte.

Yo no sabía qué quería saber, qué quería descubrir en mi falta de memoria. Continué.

–De antes sólo tengo fotografías. Y las explicaciones de mis padres sobre esas instantáneas.

Cito. Siempre citaba.

–“Una infancia feliz es la que no deja huella”. Fuiste feliz. Y por eso te empeñas, una vez y otra, en buscarte problemas. Por eso estás siempre de un lado a otro. Buscando tu infancia. Por eso la gente dice de ti que eres un niño grande.

Repetía “por eso” como si en vez de un regaño o una admonición fuera un razonamiento lógico. Era la primera vez que la escuchaba freudiana, si es que su discurso remitía al médico vienés, en lugar de lógica. Pensar en mi infancia, en la que no tuve según el vacío en mi memoria, me devolvió a un momento de ella. A un día del que sólo sabía lo que me habían contado.

–Ni siquiera recuerdo la muerte de mi hermana. Sólo sé, aunque me dicen que fui testigo, lo que me han contado.

Usó el pasado.

–¿Tuviste una hermana?

La corregí.

–Tengo una. Tuve una. Miriam. Lo que tenía que decirle lo sabía de memoria aunque nunca lo hubiera dicho. –Es un nombre hebreo. Los etimólogos no acaban de ponerse de acuerdo. Para algunos significa “excelsa”, para otros significa “a quien Dios ama”. Me prometí que era la primera vez que iba a contar la historia sin llorar. –Para mí es sólo una fotografía. No recuerdo ni su día de nacimiento ni su día de muerte. Está enterrada en el lote 45 del cementerio de mi ciudad. En la quinta fila, la más alta.

No quería seguir. La psicóloga seguía callada.

–Yo tenía, me dicen, seis años. Mis abuelos vivían en la casa que daba, al otro lado de la calle, frente a la mía. Se podía ver, si las persianas estaban corridas, una sala desde la otra. Mis padres no había vuelto a casa y yo tenía hambre. Ya me dejaban cruzar la calle solo. Y mis abuelos tenían llave de la casa. Bastaba con cruzar y que ellos me devolvieran.

Pidió dos cervezas más con un gesto. Sin ni una palabra. Continué.

–Era invierno. Expliqué.–Y los inviernos de mi ciudad son bastante más duros que estos. Dejé a la niña, ella tenía tres años, en su silla mientras yo cruzaba con toda la imprudencia del infante al otro lado. La merienda que preparaba mi abuela en los días fríos era pan con vino, una receta de nuestra región.

Pareció, por su gesto, que iba a a hacer algún comentario que relacionara aquella merienda infantil con mi dipsomanía. Siguió escuchando en silencio. Expliqué la receta.

–En un plato hondo con vino se deja remojar un pedazo de pan y cuando ya está húmedo y esponjoso se le echa azúcar por encima. Retrasaba el momento de contarle mientras pensaba si realmente quería contárselo. –Delicioso. Y, a pesar del vino, para todas las edades.

Busqué la imagen en mi cabeza, la que debía explicarle a continuación. Sólo encontraba palabras, las mismas con las que me lo habían contado.

–Miriam es una fotografía de cuerpo entero, con una aureola blanca y redonda por todo el borde. Tiene un rostro hermoso. Fue mi hermana. Sólo me acuerdo de ella cuando cumplo años y siempre calculo cuántos hubiera cumplido ella. Qué tan bien me hubiera llevado con ella. Cerré el tema. –Nada más.

Seguí hablando como respuesta a su movimiento de manos que me pedía que lo hiciera.

–En algún momento debía asomarme a la ventana. “Mi casa es hermosa”, dicen que dije en un comentario al que nadie le hizo caso. Tenía un brillo especial. Tardaron como unos cinco minutos en darse cuenta de que el brillo era real. Yo seguí merendando, atontando por el tinto, mientras mi tío intentaba llegar a al otro lado de la calle. Estaba ardiendo. La casa estaba ardiendo. Con ella dentro. Yo no sabía nada. Para mí era sólo una ventana más amarilla que de costumbre. A pesar de los intentos de tirar la puerta de entrada abajo, no pudieron hacer nada hasta que llegaron los bomberos.

Esperé alguna palabra pero sólo me devolvió el gesto conminándome a que siguiera.

–Nunca le he preguntado a mis padres, aunque supongo que sí, si la vieron. Continué. Soné, no sé el porqué, desafiante. –Esa es mi infancia. ¿Eso querías saber? Mi única memoria, aunque indirecta, es de una muerte. ¿Explica eso algo? –No había llorado contándolo. Quise sonar inteligente. –Creo que, en el fondo, todos los artistas -ni me excluí ni me incluí- tratan de hacer eso luchar contra la muerte. Contra la suya y contra las que tienen en la memoria. Por eso lo que más nos cuesta regalar es lo de alguien que ha muerto.

Recordé el collar de cubos que estaba en mi mesita de noche pero no le dije nada. La psicóloga tampoco fijó nada. Volví al tema de mi falta de memoria.

–El primer cumpleaños que recuerdo es el de mis diecinueve años. De antes, ninguno. Eran mis primeros amigos universitarios. Mi primera novia de la universidad. Parecía que iba a preguntarme por ella. Sin darle tiempo, añadí. –A los dos meses se suicidaría. ¿Todavía crees que soy un niño? Debí levantar la voz porque los ocupantes de las mesas de al lado se volvieron a mirarnos. La bajé de nuevo. –Lo único que quiero es vivir, alejar las muertes.

La psicóloga no sabía que aquel día era mi cumpleaños.

–Tengo que irme.

Me dejó ir.

Había quedado con la fotógrafa en un bar nuevo para ambos. Llegó, despeinada como siempre, antes que yo. En el camino había intentado borrar todo lo que había contado. Desecharlo. Disfrutar del día, de estar vivo. Cuando llegué al bar del hotel donde nos habíamos citado, ella tenía enfrente una cerveza y una bolsa de papel estraza. La fotógrafa sí sabía que era mi cumpleaños. Casi no me había sentado cuando me la acercó.

–Felicidades.

Era un libro que sabía que quería leer. No lo había comprado. Me estaba regalando su edición. Things we miss, una apología de todo lo que se pierde en forma de diccionario. La besé.

–Lo otro te va a gustar más. Era una playera de Dolores Haze. Me explicó.

–Es la primera frase de una novela de un mexicano. García Ponce. La desplegué y leí. “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”. ¿Realmente esperaba que me pusiera eso? Volvió a asombrarme su telepatía.

–Ve al baño. Póntela. Quiero ver la cara de la gente en la calle cuando vayamos pasando y lo lean.

Le obedecí. Cuando regresé ya había pedido una cerveza para mí.

–Tengo que volver a mi casa a las dos. Era entre semana. No le pregunté qué excusa había usado.

–Le dije a mis padres, a mi madre, que saldría con unas amigas a celebrar el cumpleaños de una de ellas y que iríamos a tomar algo. Dos y media como muy tarde. En cuanto te la acabes nos vamos. Ya está pagada la cuenta.

Tampoco me molesté en preguntarle dónde quería ir. Teníamos toda la tarde y parte de la noche. Se dejó hacer y me dejó hacer. La lentitud del amor hacía sin embargo que el tiempo transcurriera más deprisa. Debía ser como la una de la mañana cuando sonó mi teléfono. Al ver la inicial en la pantalla pensé que sólo quería, aunque hacía una semana que no me hablaba, felicitarme, reivindicar su derecho a no olvidar. Me levanté para ir a la sala. No me dejó ni siquiera contestar.

–¿Pensabas que me había olvidado? Estoy saliendo para allá.

Sonaba borracha.

–¿Para allá es para dónde?

–Hacia tu casa. Llego como en quince minutos.

No recuerdo si colgué antes de decirle que estaba loca. Regresé al cuarto. La fotógrafa seguía solo en ropa interior en la cama individual que no era ninguna problema para nuestras complexiones y pesos. Le expliqué antes de que me preguntara.

–Era una amiga. Depresiva. Siempre que le da el bajón me marca. Viene para aquí. Llega como en quince minutos.

Donde esperaba un reproche apareció su sonrisa. Y su cálculo.

–Perfecto. Ya casi es hora. Si llego pronto a casa mi madre se alegrará. Y me creerá y me dejará salir hasta más tarde otro día.

La besé. Comenzamos a vestirnos y cuando la acompañé al carro que había dejado en la calle sin salida frente a mi casa llegó el otro coche. Uno era blanco, el otro negro.

–¿Me esperas? Déjame ver cómo está mi amiga y regreso a despedirme.

Me besó en la boca.

Ella había estacionado a dos coches del de la fotógrafa. Cuando abrí la puerta me sorprendió ver los dos asientos reclinados. Me besó en la boca, me mordió los labios por primera vez mientras con una voz más pastosa de lo habitual decía “felicidades”.

–Estás borracha.

–Eso no importa. Es tu cumpleaños. No podía faltar.

Le pedí dos minutos.

–Espera.

Aun en la ebriedad comprendió mi intención.

–Manda a la niña a casa y regresa.

Cuando regresé sonó por todo el coche el teléfono. Lo tenía en manos libres y conectadas al sonido del coche. Era un número que no tenía registrado. Contestó al cuarto timbre. Su “¿bueno’” sonó entre indolente y somnoliento.

–¿Llegaste bien? Era una voz masculina.

Se quedó pensando. Intentando asignar un nombre a la voz. No lo encontró.

–¿Quién eres?

–Alberto. Estaba sentado junto a ti en el bar. Me preocupaste. Saliste bamboleándote.

–Gracias. Me sonrió mientras se ponía un dedo sobre los labios. –Ya estoy en casa. Llegué bien. Gracias por preocuparte.

Colgó sin darle tiempo a que dijera una sola palabra más.

–No quiero mentirle. Le dije que ya estaba en casa y a casa me voy.

–Lo conociste hoy. ¿Qué más te da mentirle o no?

No contestó y prendió el coche. Como la calle no tenía salida tuvo que darle en reversa. Los ruidos, aun sin saber nada de automóviles, indicaban que iba golpeando a los estacionados. Le pedí que parara.

–Me voy, me tengo que ir.

Le grité.

–¿Podrías hacerme caso? ¿Podrías hacerle caso a alguien en tu vida aunque solo sea por una vez? Páralo.

Repitió tres veces la misma frase.

–Me tengo que ir. Me tengo que ir. Me tengo que ir.

Volví a gritarle.

–Estaciónalo. Ya.

Obedeció. La abracé hasta la puerta de mi departamento más para evitar que se cayera que por cariño. Se tiró sobre la cama vestida y cayó dormida en el mismo instante. Registré su bolso y me puse a leer el libro que llevaba hasta caer dormido en el sofá. A la mañana siguiente me despertó cuando se iba a su trabajo.

Una semana después, ya respuesta, ella leería en público por primera vez. Los dos estábamos expectantes, cada uno a su manera.


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