Huracán - LJA Aguascalientes
13/10/2024

XXI

El Gran Huracán de 1780, Huracán San Calixto o Gran Huracán de las Antillas es considerado como el primer huracán con mayor número de víctimas mortales de los que se tienen datos. Alrededor de 22 mil personas murieron cuando la tormenta azotó Martinica, Saint Eustatius y Barbados entre el 8 de octubre y el 16 de octubre de 1780.

Miles de muertes ocurrieron también en el mar, entre las flotas británicas, francesas, holandesas y españolas que se disputaban el área por la Revolución Americana.

La tormenta se originó en el Mar Caribe, al parecer en la zona de las islas de Cabo Verde, y tardó dos días en llegar a Barbados. Allí los relatos de la época cuentan que el viento era tan violento que gritando no se podían oír ni ellos mismos y que arrancó la corteza de los árboles antes de tirarlos. Todas las casas quedaron destrozadas.

En Santa Lucía se sabe que una flota británica, que se dirigía desde Nueva York a las Indias Occidentales, perdió ocho naves de guerra, del total de 12 que habían zarpado el 7 de noviembre. Muchos de los barcos que se encontraban en el puerto rompieron sus amarras y acabaron entrando en el pueblo. Uno de estos barcos destrozó el hospital. La isla fue devastada hasta tal punto, que un explorador británico enviado para calibrar los daños, pensó que un terremoto acompañó a la tormenta.

En Martinica el terrible huracán causó 9.000 muertes, con una marejada ciclónica de 7,6 metros de altura. En San Eustaquio, hubo entre cuatro y cinco mil. Después de arrasarlas avanzó hasta Puerto Rico, La Española y Florida.

La última vez que se observó fue el 20 de noviembre en la Isla de Terranova, Canadá.

XXII

Empiezo a considerar cualquier acto sexual como un proceso en el que están involucradas cuatro personas


Sigmund Freud

“No todos tenemos la suerte de nacer en octubre”. Apenas comenzaba el mes. Ella cumplía en noviembre. Un mes separaba mis cuarenta y seis de sus veintiséis. En aquellos tiempos comenzamos a pensar en el final. En el final de algo que no había empezado. En el final de algo que no acababa nunca. De repente uno de los dos escribía, adelantándose al otro, una duda en la pantalla. “¿Qué haremos cuando nos aburramos el uno del otro?”. La respuesta, daba lo mismo que fuera mía o suya, era siempre la misma. “Esto no se acabará nunca. Aunque sea imposible”. De ese imposible hicimos una novela que nadie leyó ni leería nunca.

Faltaban quince días para que cerrara un premio literario en la ciudad. Ella quería ganarlo. Yo deseaba que ella lo ganara. Cada año alternativamente se dedicaba a un género. Ese año tocaba narrativa. En una de esas largas noches de comunión con la botella se rompió un vaso, algo que a nadie le importó y hablamos.

— Cuatro páginas al día. Quince días. Sesenta cuartillas. El mínimo.

Pensé en constarle la verdad. Lo hice.

— Es imposible.

— De eso se trata. Lo nuestro. -La corregí. “Lo nuestro no. Lo tuyo y lo mío juntos. Lo nuestro guárdalo para el director”. -Tonto. El título tiene que ser “Lo imposible”. Es imposible que estemos juntos. – Sacó todo el odio que cargaba. – Por cierto, ¿cómo te va con la fotógrafa? – Continuó. – Metaficción. – Me pregunté de dónde habría sacado esa palabra y que significaba. Asentí. Hablaba cada vez más alto y más rápido. – Los protagonistas, sólo son dos personajes, saben que lo suyo es imposible y se escriben. Epistolar. – Esa palabra sí la conocía. – Tiene que ser una novela epistolar. Como en el siglo diecinueve. – Sonrió. – Como en tu siglo.

Intenté toda la noche hacerla cambiar de tema. Todo lo que le decía tenía que ver con la novela o podría entrar en ella. Terminamos en su coche, diez minutos después de que cerrara el estacionamiento del que era tan habitual que logró que la perdonaran y logramos sacar el coche.

— Tenemos tarea. – Pensé en el reporte que tenía que entregar al día siguiente. – Encontremos cada uno una frase que abra la novela. Dos epígrafes que introduzcan al lector a la historia antes de empezarla.

Lo primero que encontré al día siguiente, ella llegaba siempre antes que yo a su oficina, fueron ocho o nueve líneas en la ventana de nuestra comunicación. “Cada uno de esos (…) capítulos habla de un libro que yo tenía la esperanza de escribir pero nunca he escrito. Un libro escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos. (…) Es el libro que nunca hemos escrito el que podría haber establecido esa diferencia. El que podía habernos permitido fracasar mejor. O tal vez no”. Mi respuesta fueron tres signos de interrogación. “La cita para el libro. Es George Steiner. ¿Tienes la tuya?”.

Tuve suerte. Mi secretaria había dejado sobre la mesa el libro que estaba leyendo. Lo abrí al azar. Funcionó. “Por supuesto que la tengo. ‘Qué empiece el espectáculo – susurró’. Es de Agnes Martin-Lugand”. Le escribí en largo a su correo.

Queridísima A:

Anoche antes de que el alcohol se apoderara de nosotros hablábamos de la novela con la que íbamos a ganar el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. No sabíamos nada. Nada ni de los personajes que habría, ni de dónde iba a suceder. Ni cómo empezaría, ni, mucho menos, el final. Sólo sabíamos el tema: lo imposible.

Imposible es escribir un relato perfecto. Imposible es conseguir un taxi en las madrugadas de lluvia. Imposible es ahorrar o mantener un ritmo de vida sano. Imposible es que un equipo de futbol gane todo siempre. Casi todo en esta vida puede tener el adjetivo de imposible. Dicen que el amor también es imposible, pero eso no lo sé. Creo que nadie puede saberlo. ¿Estabas pensando en eso cuando, entre las risas y tu cara de preocupación, aceptaste escribir esta novela? ¿No crees que ya hay demasiadas?”.

No sabía que aquella confesión iba a convertirse en el primer capítulo de la novela.

El frío cada día era mayor. El negro se veía cada vez más por las calles. En los mensajes de las playeras de las adolescentes que no tenían miedo al otoño. “Love is the new black”. Por miedo a perderlo yo no tenía un teléfono inteligente. No podía fotografiar aquel lema. Se lo envié como mensaje. También a la fotógrafa.

Comenzamos a caer en la rutina. Nos veíamos entre semana. En la tarde. Entre semana porque la mayoría de los fines regresaba a la ciudad su novio, con el que mantenía discusiones interminables casi todas las noches. En la tarde para que yo pudiera dedicar la noche a la fotógrafa. Yo continuaba escribiendo el diario de mi heterónima en el que procuraba deslizar guiños o referencias a ella. Ella había conseguido una columna en un suplemento cultural on line. Me gustó mucho el título que le puso. A altas horas de la noche, tras la bronca, o a primera de la mañana, antes de salir a trabajar, me llamaba para contarme de sus problemas. Nos escribíamos durante toda la mañana. Éramos, pensé con palabras de alguien, un matrimonio sin las ventajas del matrimonio. Y con todas sus desventajas. O peor, como amantes con todas las desventajas. Y ninguna de las ventajas.

Continuamos escribiendo la novela.

Mi único L:

Con respecto a los apegos, a eso que tú llamas aferrarse, te diré que mi particular opinión es: más que mantenernos en el mundo, nos arrojan sin sentido a “lo imposible”, es decir, todos (o al menos la población promedio de la que tanto nos burlamos) quisiéramos un amor eterno, un trabajo duradero, felicidad absoluta. Ignorando todos y cada uno de los factores que están fuera de nuestro control, todo aquello que te cambia la vida de golpe, una idea a la cual apegarse es algo así como el principio de mantener la cabeza bajo el agua conteniendo la respiración, el problema no es cuanto puedes soportar abajo, el problema es que te olvidas de soltar el aire para salir a flote, ese flote llamado realidad.

Lo imposible es el tema del cual ni el lector ni el escritor tendrán una noción clara. Vaya enredo en el que nos hemos metido

A.

Estaba comenzando el ciclo escolar, el momento en que mi trabajo me requería más. Con las mañanas, las tardes y las noches ocupadas apenas tenía tiempo para pensar o para seguir el ritmo con el que ella, puntual y diariamente iba enviando fragmentos del rompecabezas que era la novela. De vez en cuando plagiaba discretamente a otros autores.

A:

—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

—¿Te sientes mejor? -preguntó él.

—Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

L

Una tarde me dijo algo que no esperaba.

— Lo bueno de que seas feo es que no tengo ninguna distracción externa y así podemos hablar.

Si hubiera pensado la respuesta no sé qué le hubiera contestado. No pude evitar la ironía.

— Gracias por el cumplido.

— Era un cumplido.

Su novio era guapo, la fotógrafa y ella eran hermosas. Yo parecía en ese cuadrángulo sentimental del que dos al menos no sabían nada ser el único que no estaba a la altura. Algo de lo que escribió me convenció de que no estaba cómoda con lo que estaba sucediendo.

A:

Te odio, te odio con mis vísceras y con el pudor de mi vello, te odio desde lo profundo y lo superficial, te odio porque no entiendo y no lograré comprender como es posible que sepas que ese es uno de mis cuentos favoritos.

Te odio porque eres el reflejo de mi mente.

L.

Uno de los primeros días de octubre era el cumpleaños de su novio, habitante siempre que regresaba a la ciudad del mismo bar en que nos habíamos conocido. Sabía que estaría ahí. Llegué, como por accidente, con la fotógrafa despeinada. Tuvimos la prudencia de besarnos casi a escondidas. Saludamos a casi todos los invitados que estaban al final de la barra rodeando al homenajeado. Excepto a él. Pensé que si algún día escribía una novela el director de cine debería ser un personaje. Aunque me arriesgara a que, siendo más alto y fuerte que yo, más violento, me partiera la cara.

Cuando ella llegó, la fotógrafa y yo ya estábamos en la mesa más alejada de la reunión. Aun así, o quizá por eso, nos vio casi al instante. Saludó de lejos. Envió un mensaje. “Abrázame”. Le contesté. “Es el cumpleaños de tu novio”. Mi acompañante intuyó todo. “Ve. Pero regresa”.

Nos encontramos en el patio que daba acceso a los baños del tugurio. Los dos estábamos temblando. Ella por su blusa ligera. Yo por miedo. Nos abrazamos. Pasó alguien que estaba en el cumpleaños. No dijo nada.

— Esto es imposible. – Lo dijimos ambos.

Regresé a mi lugar. Nos terminamos las cervezas y salí con la siempre despeinada hacia otro rumbo.

— ¿No te vas a despedir? – dijo mientras yo dejaba sobre la bandeja el dinero justo de la consumición.

— Ya lo hice.

Al día siguiente ella me mandó el último capítulo.

Mi difunto L:

Te quiero, pero es lo imposible

A

¿En qué momento la novela se había convertido en nuestra vida?


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