Los hechos de Monterrey sacudieron al país. Es indudable que no es la realidad a la que estamos acostumbrados. Hemos normalizado la violencia de muchas otras formas: no sólo la más evidente, aquella que convive en las portadas de algunos diarios al lado de mujeres semidesnudas, la de los descabezados, la de los hombres y mujeres que con cuerpos mutilados cuelgan de puentes, la que ha hecho que resignifiquemos el término “tierra caliente” no como epíteto de orden climatológico, sino como signo de peligro, la que hace que determinemos los lugares peligrosos para viajar, la que afectó el turismo en Acapulco, la que hizo que nuestros autobuses interrumpan corridas o sean revisados en cada aduana; tampoco entendemos la de las atrocidades más sutiles: la que nos tiene -por ejemplo en el caso de Aguascalientes- entre los últimos lugares de equidad de género en el ámbito nacional o entre los primeros en tasa de suicidios.
No lo entendemos y estamos haciendo poco para entenderlo. Alimentamos medios que prefieren el impacto de likes y shares que el compromiso ético con las víctimas. El que prefiere el sensacionalismo que especula sobre desórdenes psicológicos como una forma de escindirnos de “esa” realidad: “Seguro tenía un trastorno mental”, “sus padres estaban divorciados”, “visitaba quién sabe qué páginas”. Parecemos no entender, y se nota cuando comenzamos a señalar con dedo flamígero que “las caricaturas”, “los juegos de video”, “la música que escuchan nuestros niños y jóvenes”, que los contenidos mediáticos no son la realidad, pero sí un reflejo de lo que estamos queriendo consumir, ya sea para reforzar lo que creemos, ya sea para, con la distancia del mero entretenimiento, aliviar nuestra angustia.
Podemos empezar a reconocer un cinismo imperante en la industria del entretenimiento. Hace un buen rato que nos regodeamos con un pesimismo abyecto: todos seríamos salvajes en el momento adecuado, levántate, haz como que la vida importa, ve a tu trabajo, mátate para que alguien más se enriquezca, sé un esclavo que se conforma con tener una pantalla de 60 pulgadas, el novísimo modelo de celular que presume nueva letra, un auto decente, ropa de temporada; el amor es una ilusión para no sentir nuestra tremenda soledad, la religión tranquiliza a los infelices que no pueden aceptar que nada de esto tiene sentido; la vida es una mierda. Nos hemos regodeado en repetir que vivimos en una realidad insoportable a través de normalizar lo verdaderamente horrible y hacer horrible lo que tal vez no lo es.
Nuestro país está mal en muchos aspectos. Está, sin embargo, lejos de la ingobernabilidad. Funcionamos porque, auto engañándonos o no, vamos, trabajamos, intentamos cumplir con nuestra tarea, aún pensando que es una imposición del sistema y los hombres detrás de la cortina. Nos emociona el peligro y cuando lo vemos a los ojos no lo soportamos. Nos preguntamos por qué nuestros jóvenes son violentos, por qué las mujeres se sienten menos, por qué el ciudadano tiene que salir a mentarle la madre a un presidente por el que la mayoría de los que votaron votó. Nos dividimos por cosas absurdas: lo que cada quien prefiera en la alcoba no puede tener injerencia en sus derechos civiles. Nos dividimos porque si trabajas en gobierno, seguro eres un asqueroso ladrón. Si perteneces a un partido político estás hambreado por un hueso. Si eres empresario eres un abusador. Si eres rico eres malo. Si eres malo estás enfermo.
Votamos por el político que se adapta a nuestros propios gustos y aspiraciones. Alimentamos un sistema de minorías. Nos enojamos cuando suben los impuestos de la comida para nuestro gato, sin preguntarnos cuántos niños no comieron esta noche en nuestra propia ciudad. Nos peleamos seis años con el presidente en turno y luego salimos a defender al siguiente candidato pensando que será el profeta del cambio, el mesías que ponga orden, y luego, al siguiente día de su posesión, anunciamos el apocalipsis otra vez. Encumbramos como ciudadano o funcionario ejemplar al que con atroz superioridad moral exhibe como si de delincuentes se tratara a quien deja la basura fuera de su lugar con tal de ganar capital político o suscriptores en YouTube.
¿Entendemos nuestra realidad? ¿Hemos apostado por tener estudios serios sobre las necesidades de nuestras niñas y niños, sobre las causas del vandalismo o el suicidio? ¿Entendemos lo que esto nos supera? Tenemos un carísimo (por sus resultados) sistema de reinserción social, pero no tenemos un sistema de inserción en primer lugar ¿cómo pueden sentirse integrados aquellos y aquellas que no tienen comida, un parque cercano, una clínica, acceso a medicinas? ¿Cómo les decimos a los que hemos marginado que nos tratemos con el respeto de los iguales cuando nuestras ciudades crecen en tecnología, comodidad y belleza en los lugares de las clases media y alta y seguimos postergando el agua corriente para algunos? ¿Cómo miramos a los ojos a las nuevas generaciones y les decimos “confiamos en ustedes, confíen en nosotros” cuando dilapidamos las garantías para su jubilación? ¿Cómo esperamos vivir en armonía cuando peleamos a través de los medios por una poda de árbol antes que por pavimento en las comunidades más pobres de nuestro país? No escribo en plural como mera retórica. Me considero parte del problema. Todos los que estamos leyendo esto lo somos, desde que somos la única posible solución que no ha llegado. No entendemos la violencia ni el país que hemos construido. Porque somos nosotros, los que podríamos votar, los que nos informamos, los que tenemos tiempo de leer un diario porque no morimos de hambre, los que nos alejamos por hastío de la vida pública, los que desconfiamos sistemáticamente, aunque no lo entendamos, los que construimos el país que tenemos. Somos nuestra propia condena, pero también nuestra única esperanza.
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