No me gusta dar explicaciones. Creo con fervor que nadie debe darlas en una relación de confianza y mucho menos, pedirlas. Mi gente lo sabe: entre nosotros nos contamos, no nos damos explicaciones, no las necesitamos porque confiamos plenamente en el otro.
La primera vez que leí a Carlos Monsiváis adoré que entre reflexiones políticas me hiciera reír. Este hombre de ocurrencias, como lo llamó Octavio Paz, periodista, cronista, ensayista e historiador me ofrecía narraciones de un potencial literario que fueron llenando mi librero con notitas de sus encantos, así que cuando la vida me ofreció la oportunidad de tener un espacio para mí, solo mío para decir lo que quisiera, no lo pensé dos veces, por lo que a modo de ofrenda me encantó la idea de parodiar el nombre de la columna que por más de cuatro décadas Monsi armó: ¡Por mi madre, bohemios! Mis pretensiones no eran ni son tantas, Monsiváis es una institución que respeto y admiro, un teórico de la cultura y más aún, un defensor de las causas imposibles, desvalidas, vapuleadas y minoritarias.
A últimas fechas, me preocupa y me entretiene más el matiz de las palabras. Una de ellas mal empleada o utilizada en un desafortunado contexto y sirve para encender la ira de un nueva forma fascismo llamada corrección política. Me ocupa que el otro lado de la moneda es tergiversar la información y dar de gritos antes de analizar y desmenuzar lo que nos molesta. Sé cuáles vísceras poseo, así que muchas veces encajo en esto y no me gusta. Es por demás obvio que ante los feminicidios, por ejemplo, no hay matices. Todas las veces que ocurren solo nos deja la rabia, por lo que nos hemos dedicado a gritar y a nombrar a todas las mujeres que han sido asesinadas y por desgracia así continuaremos de no encausar esta ira e intervenir.
Respeto y admiro a quienes se han encargado de velar por los derechos humanos, a quien se levanta todos los días para tenderle la mano a otros, tanto para alimentar al desconocido, acompañar en un aborto, o como para exigir la procuración de justicia. Es por demás obvio que el mundo sería diferente si todos recorriéramos esos caminos. Sin embargo, somos mil y un personas con mil y un agendas, cada una enfocada a las necesidades propias, que a veces al ceñirnos encontramos semejanzas, pero nunca globalizadas. La agenda ciclista no es la mía feminista, aunque cabe ahí.
En realidad tengo poco tiempo de nombrarme así. 4 años. Tal vez 3. Cuando hurgo entre mis recuerdos me doy cuenta que no hace mucho mantenía discursos por completo diferentes al feminismo. Tan nuevo para mí ha sido esto, que en más de una ocasión me he cuestionado si no perteneceré a esta moda de los últimos tiempos en que se han integrado las múltiples formas de ser buena onda y que nos hacen querer pertenecer al batallón de los políticamente correctos. A confundir querer ser mejores en el aliviane de estar bien con todos y no molestar a nadie. A estar imposibilitados a hacer o recibir una crítica. En una ciudad tan breve con esta, señalar con argumentos los actos del gobierno o la corrupción de las personas cierra puertas, crea enemistades y divide más a la ya de por sí dividida sociedad. Pueblo chico, infierno grande. Si no estás conmigo, estás contra mí.
A todas las agendas les reprochó la falta de visión y la dispersión. La sociedad civil es una sociedad organizada hasta que nos llega la desgracia del temblor. Antes no.
Si para una sola cosa sirve el feminismo o el activismo de café es para acercar a las personas e invitarlas a unirse contra la injusticia de todos los días. Para simpatizar y organizar la rabia. Para eliminar las jerarquías de valores e investirnos de igualdad. Sirve para entrecruzar los diferentes dominios y desligarnos de la hegemonía para construir otras nuevas formas de interacción. Por ejemplo, algo tan básico como establecer una resistencia contra hombres y mujeres que perpetúan el machismo.
Sin embargo, en lugar de organizarnos hemos estado más ocupados en blindarnos de las críticas y censurar lo que no nos halaga, en ridiculizar todo lo que no tenga parecido con nosotros, o al menos con lo que pretendemos ser o figurar. Y aquí es donde el café torció el rabo.
Hemos menospreciado las tragedias colectivas e individuales para darle lugar al protagonismo, como ese de las instituciones que antes de proteger a las mujeres, nos vulneran y ofenden con sus discursos sinsentidos, sin ninguna responsabilidad o conocimiento; nos hemos cegado en nuestra pretensión de igualdad como para señalar que las cuotas de género no siempre serán las mejores opciones para hacernos partícipes en la política; que seguimos linchando a otras por su sexualidad o parsimonia frente a los hombres antes de concebir y desenmarañar la historia y una buena autocrítica que nos diga cómo andamos nosotras antes de señalar. Así es como sacralizamos el lenguaje incluyente, pero no vemos que está más que corrompido por el Sistema que lo adoptó para su beneficio, sin modificar conductas ni esquemas. Así es como pretendemos que el reconocimiento formal de nuestros derechos nos haga acceder en automático a ellos aunque nada sigue siendo suficiente para garantizarnos la igualdad. Ahí está la tipificación del feminicidio, la ley contra el acoso callejero o la no discusión del matrimonio igualitario. Nos olvidamos que todavía no formamos parte de los espacios donde se toman las decisiones, que no hay eficiencia en las mujeres que están al frente para representarnos. Todas, dentro o fuera de las esferas de poder, seguimos teniendo obstáculos para ejercer nuestro derecho a decidir, desde cómo vestirnos hasta un aborto, y siempre hay mujeres que la viven peor. Menos privilegiadas, más vulneradas.
Así es como llegué a Tres guineas, de Virginia Woolf. Aparte señalar la discriminación que ya vivían las mujeres en su tiempo, de visibilizarla y reflexionarla, la señora Woolf confronta sus propios argumentos para señalar que el totalitarismo está en todos lados, bordeando las ideas que perpetuamos nuestras más íntimas concepciones sin cuestionarnos ni las razones ni las consecuencias de considerar una única verdad. Ante la pregunta de un hombre sobre cómo las mujeres podrían impedir una guerra, Woolf responde que si las mujeres tuvieran las mismas oportunidades educativas y laborales que los hombres, otra realidad sería posible, y más aún ¿qué harían las mujeres una vez que accedieran a estas oportunidades? Tomarían decisiones. Las opciones retóricas que ofrece Woolf son las tres guineas que dona como ayuda para terminar con la guerra. Porque aquél hombre le pidió ayuda como solo entendía que podía ayudarse, con inmediatez, no con nuevas palabras o creando nuevos métodos.
¿De verdad tomamos decisiones en los lugares estratégicos? ¿De verdad nos cuestionamos todos los días? ¿Dónde estamos las mujeres ahora? ¿Nos representan Citlalli Rodriguez, Teresa Jiménez, Margarita Zavala o Claudia Sheinbaum? ¿Quiénes son los hombres que deciden por ellas? ¿Acaso también hay quienes deciden por mí? ¿Por qué lo permitiríamos?
La vida me privilegia con un espacio para mí, mi cuarto propio, mis tres guineas, para aspirar a la autonomía e invitar a otras. Tan autónoma como Virginia, que tomó la decisión de adoptar el nombre de su esposo una vez casada. Alguien reprócheselo, ¿quién se atreve a pedirle explicaciones, a cuestionarla?
@negramagallanes