Entre el año 2000 y el 2002 Douglas McDermid -ahora profesor en la Universidad de Trent- se encontraba en una estancia posdoctoral en la UNAM. Lo recuerdo bien, pues en una de las charlas que pude tener con él -yo empezaba a estudiar la maestría en la UNAM- recuerdo haberle escuchado una apasionada defensa de la poesía como una especie de preludio o camino hacia la filosofía. Palabras más palabras menos, McDermid aseguraba que el potencial de la poesía para generar el asombro necesario para plantearse problemas filosóficos -para hacer filosofía- era insustituible e indispensable.
McDermid, filósofo de profesión, sabía lo escandalosa que podría sonar su defensa de la poesía ante sus colegas analíticos. Por mi parte, formado en la filosofía clásica griega durante la licenciatura, no podía desestimar las constantes quejas y reprimendas que Platón propinaba a los poetas en sus Diálogos. En la República (607b), Platón nos recordaba que el antagonismo entre filosofía y poesía era antiguo, y en el Protágoras (307c) ponía en boca de Sócrates la ominosa sentencia de que “(…) dialogar sobre la poesía es mucho más propio para charlas de sobremesa de personas vulgares y frívolas”. Tampoco olvidaba que Platón consideraba al asombro el detonante originario del pensamiento. En el Teeteto (155d), Sócrates no dudaba en afirmar que “(…) experimentar eso que llamamos asombro es muy característico del filósofo (…) [El asombro] y no otro, efectivamente es el origen de la filosofía”. Schopenhauer -muchos siglos después- pensaba lo mismo: “la disposición filosófica propiamente hablando consiste especialmente en nuestra capacidad de experimentar asombro ante los lugares comunes de ocurrencia diaria, la cual nos lleva a reflexionar sobre lo universal del fenómeno” (Sämtliche Werke, II: XVII, 207).
La hipótesis de McDermid era que la poesía puede ser una especie de preludio o camino hacia la filosofía dado que detona el asombro. Si esto es así -me preguntaba-, ¿por qué existe una franca hostilidad de algunos filósofos hacia los poetas y los artistas en general? En Platón, la respuesta sencilla (aunque cabría precisarla con mucho mayor detalle), es que -como nos recuerda Iris Murdoch- “cualquier teórico de la política muy preocupado por la estabilidad social (y Platón tenía buenas razones para estarlo, como Hobbes) es probable que considere las ventajas de [censurar a los artistas]. Los artistas son unos entrometidos, también unos críticos independientes e irresponsables; los géneros literarios afectan a las sociedades (República 424c), y los nuevos estilos arquitectónicos acarrean cambios de mentalidad”. Adicionalmente, a Platón le impresionaba, quizá tanto como le preocupaba, que “los artistas fueran capaces de producir lo que no podían explicar” (El fuego y el sol, pp. 11-12).
Pero no es este rasgo -la crítica social independiente- propio de toda ni de la mayoría de la poesía, y aunque lo fuese, existe un rasgo más fundamental que cierta poesía exhibe, y que McDermid llamaba “movimiento de resistencia metafísica contra la banalidad”. Es este rasgo el que hermana a la poesía y a la filosofía en su batalla contra la costumbre, y es que ése es el enemigo común de ambas: la costumbre. McDermid solía recordar las palabras de Diógenes Teufelsdröckh, alter ego de Thomas Carlyle en Sartor Resartus: “Son innumerables los trucos ilusionistas de la Costumbre: pero de entre todos ellos quizá el más ingenioso es su habilidad para convencernos de que lo Milagroso, por simple repetición deja de ser Milagroso (…) ¿Debo ver lo Estupendo con indiferencia estúpida porque lo he visto dos, doscientas o dos millones de veces?”. A una observación hecha por Richard Burgin, sobre que a la mayoría de las personas no les intrigan los acertijos metafísicos, Borges señaló: “[Muchas personas] dan por supuesto el universo. Dan todo por supuesto. Incluso se dan por supuesto ellos mismos. Es así. Jamás se preguntarán nada, ¿verdad? No piensan que es extraño el hecho de vivir”. Es la poesía el intento -no el único, pero sí el paradigma- de resistir ante el imperio de la banalidad, ante la perniciosa costumbre y la cegadora familiaridad, y este impulso inicial puede y debe ser aprovechado por la filosofía.
Una manera de explicar una característica fundamental de la filosofía es considerar que esta disciplina da pasos atrás en nuestras indagaciones: trata, en otras palabras, de tener claridad con respecto al conjunto de supuestos de los que se parte al tratar de responder a una pregunta, y se cuestiona si dicho marco es el mejor para abordarla. David Ward la ha definido como la actividad de determinar la forma correcta de pensar las cosas. De este modo, cuando damos pasos atrás en una investigación tratando de identificar, clarificar y evaluar los supuestos que se encuentran detrás de la forma en la que pensamos o actuamos, estamos haciendo filosofía. Si concedemos esta descripción de la filosofía y la práctica filosófica no es complicado hermanarla con la poesía en su lucha contra dar por sentado las cosas, contra tratar a lo extraordinario como ordinario.
En 2002 perdí la pista de Douglas McDermid por algún tiempo. En 2004 -cuando iniciaba el doctorado- me encontré con un artículo suyo -“La poesía como un preludio a la filosofía: algunas reflexiones sobre un poema tardío de Borges”- publicado en Diánoia, una de las dos revistas académicas de filosofía que publica la UNAM. En el artículo, McDermid no sólo radicalizaba la posición que le conocí años antes, sino que la aplicaba a la lectura de un “poema-catálogo” de Borges: “Things That Might Have Been”. Yo lo había leído, pero fue hasta que la hipótesis de McDermid se echaba a andar en la interpretación del poema que comprendí su potencial de asombro: catalogando obras literarias, sucesos de importancia histórica, objetos naturales, bestias imaginarias, criaturas mitológicas, invenciones tecnológicas y episodios íntimos de su propia vida, Borges realiza una meditación sobre la contingencia radical: nos recuerda que lo posible excede a lo actual, que el mundo pudo haber sido radicalmente distinto muy fácilmente, y que la realidad es una convergencia delicada e inestable de contingencias, la cual depende de minucias que parecen carecer de importancia: dos tardes, tres días, un rostro, unos ojos, un orbe, una flor, un hijo que se tuvo o no se tuvo. Borges nos recuerda -piensa McDermid- “la absurda falta de proporción entre las causas triviales y sus efectos trascendentales”.
Fábulas e historias de estrategas de Renato Tinajero -al igual que el poema de Borges- es un recordatorio sobre la contingencia, sobre las maravillas de lo ordinario, sobre el carácter extraordinario de una realidad que ha desteñido la costumbre, y sobre nuestro particular lugar en la urdimbre de los acontecimientos. Como tal, el poemario de Renato Tinajero también presenta resistencia metafísica contra la banalidad. Cada uno de los poemas, hilados en una unidad tejida con lupa y habilidades artesanales, nos recupera del imperio de la banalidad cosas que día con día dábamos por sentadas. La suerte, que marca el inicio de toda acción y proyecto, y marca el inicio del poemario, es “una exacta catástrofe de aviones”, “un fragmento de metralla”, “es tan antigua como la universal costilla”. La suerte se filtra también al lenguaje: “La suerte pende aún sobre las letras / pulsando vivamente una lógica sumaria”. Y el primo indiferente de la suerte, el azar, encuentra también su sitio asombroso: “Una palabra sola, dicha en sueños, es azar. / Si la misma palabra pronunciamos, tú y yo, también en sueños / pero de manera simultánea, / no es azar. / Una flecha en el centro de la diana, / ¿hace falta decirlo?, fruto es del azar. / Dos flechas en el mismo centro, lanzadas por el mismo tirador, / convierten el azar en otra cosa”. Tinajero también nos recuerda la maravilla y sentencia del hecho de llevar el nombre que llevamos: “¡Iluminada frente en que llevamos el nombre atesorado, / como un signo de hierro, iluminado! / De un tañido peculiar somos los dueños, / con un sonido único resuenan nuestros huesos”. También el tiempo -como en las Confesiones de Aurelio Agustín- recupera sus cromatismos: “Continuidad. Continuidad tenaz / del tiempo y de las cosas. / Y todo bajo el cielo alcanza su momento”; y más adelante nos exige la sorpresa ante lo más simple: “En la fábula del tiempo y de las cosas / algo significa esa balanza con sus dos platos inmóviles, / algo la tonta brújula con su afición al norte, / y un párrafo se incluye sobre átomos y rostros, / catástrofes minúsculas / que ojo no ve ni oído escucha / por más que se fatiguen microscopios y bocinas”. La condición humana también pierde su escala de grises y aumenta su tinte y color: “Qué vanidad tener una cabeza entre los hombros. / Qué vanidad pensar, estar pensándose, / saberse uno y distinto, precisarse. / Moverse al fondo del jardín / donde la espina de la rosa nos encuentra. / Un sol maduro y vertical: presagio de carroñas. / El agua, el agua en la garganta. / La piel que nos circunda. La rosa que de nuevo nos horada. / ¿No hay paso cierto que no lo amenace el polvo? / ¿Carne no hay que no alimente a las hormigas?”. Y esa condición adquiere también una posición en el plano cartesiano de nuestra humildísima existencia: “Me habitan coordenadas, letras, números / que marcan mi posición en el tablero”. La memoria, ese intríngulis neuronal del encéfalo, habituados como estamos a sus hazañas y catástrofes, encuentra su casa en nuestra anodina existencia: “La memoria es ahora una ventana abierta / donde se asoman toscos hombres de paja y un llano congelado. / La memoria es en sí misma un dolor congelado”. Al final de la partida, esa partida que es vida, acción, proyecto, fracaso, suerte, azar, siempre se encuentra la radical contingencia.
Ese poemario asombroso, esa partida de ajedrez que es Fábulas e historias de estrategas, me recordó que yo también me reconozco en el color del peón, no en la gloria del alfil: “Feliz quien no ve llegar la tarde / porque sólo conoció la claridad del día”.