Mis abuelos le llamaban Tiricia a la enfermedad de la flojera, aunque también se le puede nombrar de forma más elegante como anhedonia: la pérdida de interés por realizar actividades, la incapacidad por sentir placer. Ya sea uno u otro vocablo, hacen referencia a la depresión, que tal vez por la falta de información o investigación sistematizada sólo se asociaba a un padecimiento pasajero del alma. Dicen que la ignorancia es felicidad, y la depresión como una enfermedad mental trajo consigo la trágica claridad sobre el encantamiento de un mundo desencantado.
Más allá del dramatismo de la melancolía, la tristeza o la pérdida, a la cual se enfrenta todo ser humano en algunos momentos de su vida, la depresión aún es un monstruo con el cual se lidia en la obscuridad y el aislamiento de lo privado, pues aunque se ha convertido aparentemente en un tema público, quien se enfrente a esta condición se encuentra en una cruzada entre el estigma por las enfermedades mentales, la necesidad de acompañamiento y el seguir funcionando en el día a día para su preservación; por lo que comparto una experiencia personal no sólo como instrumento terapéutico personal sino también con la intención de expresar solidaridad.
Después de meses de un estadio de agotamiento físico, ansiedad y apatía constante llega el momento de reconocer que se requiere apoyo especializado, lo cual no representa ni siquiera el inicio de la primera batalla, la cual se hace patente al momento de buscar y localizar a un terapeuta que logre rápidamente ganarse la confianza del paciente, en un nivel profesional, pero también personal, pues se duda de la secrecía, la empatía, la eficiencia y se desea minimizar al máximo la lentitud inherente en el tratamiento de procesos tan complejos como los socioemocionales, además de, por supuesto el costo de la atención psicológica, las listas de espera de los centros públicos que no logran obtener el financiamiento necesario para incrementar su personal o el timbrar sin respuesta de las líneas de emergencia. Superar la depresión también llega a ser una cuestión de clase, tanto que durante los últimos años se ha posicionado como un símbolo de distinción el contar con un terapeuta, en especial cuando está a disposición de una llamada telefónica directa; aunque, paradójicamente, llega a causar morbo, gracia o vergüenza.
Recuerdo que cuando era adolescente me reunía en un grupo juvenil al cual asistía una mujer que cursaba la educación superior y expresaba sin enfado que acudía a terapia psicológica como parte de su cotidianeidad. Todos parecían empáticos con la necesidad de atender cualquier tipo de proceso que representara una afectación a su desarrollo social y emocional, sin embargo, se llegaban a cuestionar la veracidad de largas conversaciones por teléfono celular llenas de expresiones clasistas en un periodo en el cual, recién iniciaba la “masificación” de los teléfonos celulares y el costo del minuto de llamada superaba los siete pesos. Fue así que, durante uno de los diálogos, algunos compañeros se dirigieron a un teléfono público haciendo sonar el dispositivo móvil que, en su tiempo, no contaba con la opción de llamada en espera. El resultado: una crisis en un espacio público que acotaría los espacios de desenvolvimiento de la joven, orillándole a alejarse.
La depresión no necesariamente llega a escenarios que parecen extraídos de la celda de un asilo del siglo XVIII y por supuesto que una persona en pleno proceso de descomposición interna puede mostrarse entera, de pie o sólo un poco cansada, como muchas otras, y es que ante el sentimiento de incapacidad para resolver rápidamente este tipo de periodos hay que aparentar que todo va bien. Imagínese, ¿se atrevería a decir en su trabajo que requiere de unos minutos para controlar el inicio de un episodio de ansiedad?, ¿que requiere dos minutos para evitar el llanto intempestivo? Siempre hay alternativas para lidiar con ello, uno de los más comunes es encerrarse en el baño y abrir el grifo. Y es el mundo laboral aún cuenta con resistencia para reconocer algunas problemáticas y conciliar con ellas, aunque siempre habrá algunas personas en puestos dirigentes que podrán mostrar su empatía y antes de cuestionarse sobre la productividad de una persona con depresión o ansiedad, considerarán brindar una palmada de comprensión para impulsar la recuperación, o al menos una manera más afable de lidiar con los padecimientos mentales que, aunque son más comunes de lo que se cree y no todos son incapacitantes, llegan a atraer imágenes de total deterioro y falta de lucidez.
Si alguna persona cercana llega a tener la confianza de expresarle su malestar, antes de expresarle un gastado discurso de superación personal sustentado en el “querer es poder”, tómese algunos minutos para escucharle pues, en muchas ocasiones, más que una lista de recomendaciones o represalias, lo único que se busca es un espacio de cordialidad para escucharse a sí mismo al verbalizar lo que se encuentra en el interior y sacarlo al exterior… reflejarse en el otro, ya que, aunque se realicen intentos de racionalizar las emociones o los procesos psicológicos, cuando se presenta la depresión, estos intentos pueden llevar a otro punto de ansiedad mayor. Requerimos mecanismos de resiliencia, fomentados a través de la educación formal desde sus niveles iniciales y con base en la ciencia, pero también de calor humano que recuerde al otro que tal vez no es el único, que tal vez habrá comprensión en esos momentos en que, lamentablemente, el ir y venir entre la vida laboral, la cama, el llanto y el insomnio se presenta como un estilo de vida que sólo requiere de una irrupción de tal magnitud que recuerde que hay otras opciones para recobrar el sentido del placer, la energía y olvidar la tiricia, una palabra que alertaría de un padecimiento que, al parecer, se generalizaría años más tarde ante el desencantamiento del futuro encantando, sin reconocer que ya existía con quién sabe cuántas víctimas.
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