Estoy dispuesto a esperar el fin del mundo
sentado en la sala de un cinematógrafo
Adolfo Bioy Casares
La crítica accidental
Hace unas cuantas décadas el historiador y crítico de cine Emilio García Riera escribió que la tarea del crítico de cine era decir si le había gustado o no una película y enseguida explicar el porqué.
Nada podría parecer más sencillo y usual. Después de todo es lo que la mayoría de los espectadores solemos hacer no bien salimos de la sala de cine.
Lo cierto, sin embargo, es que hacer crítica cinematográfica -buena crítica, la que se aventura a ir más allá de la exposición de los muchos o pocos prejuicios de los reseñistas y de la frívola asignación de estrellas o puntos- es una tarea un poco más complicada de lo que parece, por lo que realmente no sorprende del todo la continua escasez de buenos críticos.
En nuestro medio nacional y, desde luego, el local es más frecuente ver una buena película, que leer una buena crítica o reseña cinematográfica. Pero hay excepciones.
“Ningún niño dirá que de mayor querrá ser crítico de cine”, comentó alguna vez el crítico y posteriormente director de cine François Truffaut. Y ciertamente ese fue el caso de Fernanda Solórzano quien llegó a la crítica cinematográfica de manera más bien accidental, circunstancial.
Habiendo estudiado literatura latinoamericana, pronto se unió a la mesa de redacción de diversas publicaciones como Viceversa y el suplemento cultural de “Sábado” de Uno más Uno. En esta última publicación cierto día recibió la encomienda inesperada de sustituir a Naief Yehya como responsable de la sección de cine.
No era una comisión injustificada ya que, aunque de manera intermitente, Solórzano había escrito comentarios o notas cinematográficas; pero lo que sí le fue claro desde el inicio fue que para estar a la altura de su nueva tarea hubo de, en sus propias palabras, “forjarse una carrera autodidacta” en materia de cine.
Lo más relevante, con todo, fue que esta encomienda le abrió la oportunidad de incursionar de lleno en lo que era, y sigue siendo, su anhelo primario: escribir ensayos.
A partir de entonces, Solórzano ha realizado una persistente y lucida labor crítica que, una vez que dejo Uno más Uno, prosiguió en “Día Siete” y “Confabulario” (ambos en El Universal), “El Ángel” (Reforma), “La Jornada Semanal” (La Jornada) y en las revistas Dicine, Paréntesis, Etcétera, La Tempestad, entre otras, pero sobre todo en Letras Libres.
De manera paralela a esta labor de hormiga, en los últimos cinco o seis años Solórzano encontró el tiempo para preparar su primer libro de ensayos, Misterios de la sala oscura. Ensayos sobre el cine y su tiempo (Taurus, 2017).
Dentro y fuera de la sala oscura
Misterios de la sala oscura no es una recopilación de reseñas o comentarios. Es algo distinto: una animada y extensa indagación sobre la intrincada y escurridiza, pero siempre fascinante, relación que hay entre las películas y su público, entre la experiencia, personal y colectiva, de ir al cine y el contexto cultural, social, político y económico en el que tiene lugar dicha experiencia.
Se trata, entonces, de una indagación con una trayectoria de doble sentido. Por un lado, está el recorrido de ida en el que Solórzano va identificando y diseminando pistas para descifrar el mundo, íntimo y público, de un grupo de películas que estima han tenido un significativo impacto en la vida de millones de personas y, por el otro lado, está el trayecto de vuelta en la que, con dichas pistas, interroga al mundo social, cultural, político y biográfico que ha hecho posible no sólo la producción de estas cintas, sino también el impacto que han tenido.
El espacio que surge de estas trayectorias simultáneas, de este encuentro cercano entre estos dos ámbitos configura el territorio que Solórzano explora concentrando la atención en ocho films: Naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, Último tango en Paris (1972) de Bernardo Bertolucci, El padrino (1972) de Francis Ford Coppola, El exorcista (1973) de William Friedkin, Tiburón (1975) de Steven Spielberg, Taxi driver (1976) de Martin Scorsese, Forrest Gump (1994) de Robert Zemeckis y Matrix (1999) de los hermanos, y ahora hermanas Wachowski.
El criterio básico de selección -tan válido o cuestionable como cualquier otro- es que son películas que, Solórzano dixi, “desde el día de su estreno hasta hoy sirven de referencia en conversaciones, se usa el nombre de sus personajes para hablar de temperamentos y sus escenas sirven de ejemplo para discutir escenarios políticos, dilemas morales, crisis sociales u disyuntivas íntimas. Son películas que capturaron su tiempo y que han terminado por moldear el nuestro.”
Para cada película a examen Solórzano traza un recorrido único. No hay un itinerario preestablecido: cada película exige una mirada diferente, el dar énfasis en algunos elementos sobre otros aunque en todo ellos está presente la intención de ofrecer una visión comprehensiva de cada film.
Así, al repasar Naranja mecánica Solórzano ofrece un detallado rastreo de la genealogía de Alex y sus drugos al Manchester de la segunda mitad del siglo XIX, así como de la reaparición, en la segunda postguerra, de las pandillas. Naranja mecánica es un espejo sobre el cual la sociedad posindustrial comenzaría a ver reflejado aquello que pretendía haber llegado a controlar: la pareja intensidad con que se despliega la violencia de la disolución social y la de las instituciones.
La revisión del encuentro entre Paul y Jeanne en Último tango en París está mediada en mucho por la crónica del ascenso del feminismo y de las formas emergentes de ver y vivir la sexualidad que se estaban observando en los años sesenta y setenta del siglo pasado, es decir en la aún venturosa época pre-sida, así como por los cambios tanto en la censura cinematográfica con respecto al sexo como en los modalidades de recepción de la pornográfica en las salas de cine. Es sobre los cuerpos yacentes de Paul y Jeanne que se dibujaron los nuevos límites de la permisible en cuanto al lenguaje cinematográfico relativo al placer y deseo.
La zaga de la familia Corleone relatada en El Padrino es vista teniendo en cuenta tanto las tensiones y turbulencias políticas que supuso en la historia de los Estados Unidos el combate a las mafias como por el ascenso e institucionalización de la figura y los modos de ejercer la autoridad de la presidencia imperial… figuras y modos que guardan muchas similitudes a los observados en el mundo de los capos y padrinos.
En otros casos en los casos el énfasis se desplaza un poco más a lo biográfico. En el ensayo sobre Taxi driver, por ejemplo, Solórzano muestra como el entrecruzamiento de las biografías de Martin Scorsese, Paul Schrader, Robert de Niro y Jodie Foster está detrás del vigor y fuerza de la película y, sobre todo, de sus inquietantes fisuras e interpelaciones morales, religiosas y sociales.
La biografía de William P. Blatty y de William Friedkin -autor de la novela El exorcista y director del film del mismo nombre, respectivamente- son también relevantes para entender como el fervor católico del primero y el escepticismo desencantado del segundo lograron fusionarse para generar una estética del miedo que tuviera la virtud de expresar -y exasperar- el desvelamiento del lado oscuro del sueño americano en un momento en que al tiempo que se intensificaba el conflicto bélico en Vietnam emergía una aguda crisis de autoridad -una crisis de la república- que habría de recorrer el cuerpo social, educativo, político e institucional de los Estados Unidos.
Tiburón y Forrest Gump parecen también deber mucho a las trayectorias domésticas y profesionales de Steven Spielberg, Robert Zemeckis y Tom Hanks. Lo relevante es cómo estas biografías terminan fundiéndose en un proyecto cinematográfico que termina por apuntalar y consolidar un proceso de adolescentización permanente de la cultura popular norteamericana -y por extensión de buena parte del mundo-, es decir una cultura cuya sensibilidad y punto de mira tiene en la inmadurez su rasgo distintivo.
Autobiografías emocionales
Misterios de la sala oscura es una lectura edificante y muy enriquecedora por partida doble. En principio porque en todo momento tenemos la certeza de que, como lectores, contamos con la inteligencia y sensibilidad de Solórzano para identificar y reconocer aquello que hace de cada film que revisa tanto un testimonio de su tiempo -de su Zeitgeist, sus zonas oscuras y luminosas, la modulación de su voz, la naturaleza de sus prioridades- como una expresión única e irrepetible de la personalidad, temperamento, sensibilidad y talento de sus hacedores.
Y, en seguida, porque, y esto hay que subrayarlo y celebrarlo, Solórzano es una excelente ensayista.
A años luz de la tortuosa prosa profana de ciertos críticos o de la frívola simplonería de otros, la escritura de Solórzano se distingue por su claridad, la amplitud de su visión, la agudeza de sus observaciones y cierto sentido de la cortesía y elegancia, sazonada aquí y allá con toques de ironía, que hace que cada uno de los ensayos sea una invitación a mantener una cálida y edificante conversación, ese hábito olvidado que, hay que recordarlo, es fuente e impulso básico de toda civilidad.
En este sentido, el lector agradece también que Solórzano no tenga el más mínimo ánimo de pontificar, de imponer un punto de vista, de sorprender al incauto o al versado haciendo alardes de una erudición fútil o, finalmente, de vender o promover un producto al gusto de la taquilla.
Creo que desde José de la Colina no contábamos con una ensayista dedicada a la crítica cinematográfica con una escritura tan lúcida y transparente. La labor de Solórzano se inscribe con toda naturalidad entre lo mejor que tenemos ahora en México tanto en el ámbito de la crítica cinematográfica como en el de la literatura misma.
Coda
En una entrevista Fernanda Solórzano recuerda que en alguna ocasión el escritor Álvaro Enrigue le señaló que “El cuerpo de la obra de un crítico es, al final, una autobiografía emocional.” Con Misterios de la sala oscura Solórzano ha escrito un notable capítulo de esa autobiografía que, en muchos sentidos, no es sólo suya, sino que es también una autobiografía colectiva, una autobiografía emocional de muchos de nosotros, los espectadores que estaríamos dispuestos a esperar el fin del mundo dentro de una sala de cine.